Ha pasado un mes desde aquel error imperdonable que pensé que me costaría el trabajo.
Y, en lugar de eso, me cambió la vida.
Todavía no entiendo por qué lo hizo.
Zade —Morgan, como insiste en que lo llame— me ascendió a jefa de redacción hace tres semanas, y desde entonces mi mundo gira con una velocidad que todavía no sé si me asusta o me emociona.
El primer día creí que era una broma.
El segundo, que era un error administrativo.
Y el tercero… bueno, el tercero ya no tuve tiempo de dudar.
Mi escritorio cambió de lugar, mi nombre ahora figura en los correos de dirección y, por alguna razón que no comprendo, mi sueldo triplicó al de pasante.
El cambio vino acompañado de comentarios, miradas, y rumores que recorren la oficina más rápido que el café gratis.
Dicen que Zade tiene favoritismos.
Dicen que dormí con él.
Dicen muchas cosas.
Y, aunque ninguna sea cierta, dolieron igual.
Pero aprendí algo importante:
El silencio también puede ser poder.
Así que sonrío.
Sonrío aunque duela, aunque mi estómago se retuerza, aunque quiera gritar que no es lo que piensan.
Porque si algo me enseñó este lugar, es que no se sobrevive justificándose.
El ambiente en la oficina cambió conmigo.
Marianne me saluda con una amabilidad medida.
Nick evita cruzar miradas.
La secretaria de Zade —Ruby— se asegura de hacerme saber que su perfume cuesta más que mi renta.
Y, sin embargo, todo sigue funcionando.
Las notas salen, los artículos fluyen, los días avanzan.
Ahora mi rutina es otra.
Llegar antes que todos, revisar las secciones, aprobar los textos, coordinar al equipo.
Y casi todos los días, tener una reunión con él.
Zade tiene esa manera de mirar que desarma cualquier frase.
Es preciso, directo, meticuloso.
Nunca levanta la voz, pero basta una de sus pausas para que todos se enderecen en sus sillas.
A veces me habla como si confiara plenamente en mí.
Otras, como si fuera una variable que aún no logra descifrar.
Y esa ambigüedad me consume.
—Buen trabajo con el artículo de portada —me dijo ayer, mientras revisábamos la diagramación.
—Gracias —respondí, intentando que mi voz no temblara.
—Aunque podrías reducir la introducción. La emoción está bien, pero el ritmo sufre.
—Siempre dices eso.
—Porque siempre es cierto.
Esa fue nuestra versión de una conversación normal: una especie de danza entre elogio y corrección, entre distancia y cercanía.
Y, por extraño que parezca, empiezo a entenderlo.
Hoy, la oficina está más silenciosa que de costumbre.
La lluvia golpea los ventanales y el aroma a tinta y café recién hecho llena el aire.
Me recuesto en la silla, revisando los correos atrasados.
Una notificación parpadea:
“Reunión con Morgan — Sala 2, 10:00 a.m.”
Respiro hondo.
Una parte de mí aún se tensa cada vez que leo su nombre.
Cuando entro en la sala, él ya está ahí.
Chaqueta oscura, camisa blanca, manos apoyadas en la mesa, mirada fija en la pantalla.
La misma imagen que podría describir con los ojos cerrados.
—Audrey —dice sin levantar la vista.
—Morgan.
—¿Cómo va la sección de cultura?
—Avanzando. Marianne está trabajando con un nuevo equipo de colaboradores.
—Bien. Confío en tu criterio.
La palabra “confío” me golpea más de lo que debería.
Habla durante un rato sobre proyectos, cifras, estrategias.
Yo asiento, tomo notas, me concentro.
Pero en los silencios… siento su mirada.
Esa que no busca nada, pero lo dice todo.
Como si intentara descifrar algo que ni yo entiendo.
Y lo peor es que no es solo él.
Yo también lo miro.
Demasiado.
Hay algo en su forma de pensar, de ordenar el caos, de ver más allá de lo que los demás notan, que me atrae y me asusta a partes iguales.
Y, a veces, creo que él lo sabe.
—★‹🌺›★—
La reunión termina.
Recojo mis papeles, dispuesta a irme.
Pero su voz me detiene.
—Audrey.
Me giro.
—Sí.
—¿Estás durmiendo lo suficiente?
Me quedo en blanco.
—¿Perdón?
—Tienes ojeras. No estoy criticando —dice con calma—. Solo lo noté.
—Estoy bien —miento.
—Bien —responde, pero sus ojos dicen otra cosa.
Salgo antes de que mi pulso me traicione.
En el ascensor, mi reflejo me devuelve una imagen que ya no reconozco del todo.
La chica torpe y temblorosa del primer día se quedó atrás, pero no sé si lo que vino después es mejor.
Ahora tengo poder, respeto, una oficina que huele a café y logro.
Y, aun así, algo me falta.
No sé si es descanso.
No sé si es paz.
O si, en el fondo, lo que me falta es él.
No de la manera en que todos creen.
Sino de esa forma inexplicable en la que alguien te ve y, por un segundo, dejas de sentirte invisible.
A veces pienso que todo este mes ha sido eso:
una serie de miradas fugaces entre dos personas que no deberían mirarse.
Un tira y afloja donde ninguno gana,
pero ninguno se aleja tampoco.
Y aunque no lo admita en voz alta…
me da miedo el día en que uno de los dos decida soltar.