Inédito

Capítulo 11

El amanecer en la ciudad tiene un sonido distinto desde las alturas.
No son los carros ni los murmullos del tráfico.
Es un zumbido más bajo, más contenido.
Como si el mundo se encendiera a cámara lenta.

El penthouse está en silencio, como siempre.
Los ventanales cubren media pared, el piso de cemento pulido refleja el gris del cielo y la cafetera automática es lo único que hace ruido.
Minimalismo, orden, calma.
Las tres cosas que necesito para no perder el control.

Eva, la cocinera, ya está en la cocina.
Lleva conmigo más de veinte años, y todavía me saluda con ese tono entre madre y sargento que aprendí a no discutir.
—Dormiste poco otra vez —dice, sin mirarme.
—Dormí lo suficiente.
—Eso dices todos los días.
—Y todos los días tengo razón.
Ella resopla, sonríe y me deja el café.
Sabe que no lo endulzo, que lo tomo siempre a la misma hora, y que cualquier cambio en mi rutina me irrita más de lo que debería.

Francis, el chofer, llega unos minutos después.
El sonido del ascensor anuncia su presencia antes de que diga una palabra.
Tiene la misma elegancia tranquila de siempre, esa que el tiempo no logra quitarle.
—La reunión con el equipo de marketing es a las nueve, señor Morgan —dice.
—No me llames señor, Francis.
—Entonces deja de llamarme por mi nombre completo.
Ambos reímos.
Es raro. No suelo reírme. Pero con ellos, a veces, la vida parece menos pesada.

El trabajo me espera.
La pantalla muestra los reportes semanales de NOVA, y por primera vez en meses, las cifras son perfectas.
Duplicamos la venta digital.
La revista impresa agotó su edición en tres días.
Las visualizaciones online se dispararon un 112%.
El equipo de redacción está funcionando con una precisión quirúrgica.

Y lo curioso es que todo eso empezó a cambiar el día que Audrey Morrison tomó el mando.

No fue suerte.
No fue intuición.
Fue mérito.

La gente no entiende eso.
Piensan que la ascendí porque me gusta, porque me intriga, porque hay algo en ella que no puedo definir.
Y puede que todo eso sea cierto.
Pero no fue la razón.

La razón fue simple: ella es buena.
Demasiado buena.

Cuando escribe, hay emoción.
Cuando dirige, hay orden.
Cuando duda, hay honestidad.
Y esa combinación —en este mundo de apariencias y pretensiones— vale oro.

Sin embargo, me irrita lo mucho que me importa.

Hace unos días la vi salir de la sala de juntas.
Tenía ojeras, la camisa arrugada, el cabello desordenado.
Pero la forma en que sostenía sus papeles…
esa mezcla de nervios y determinación,
me recordó por qué la contraté en primer lugar.

Y también por qué me cuesta tanto no mirarla.

No debería fijarme en alguien así.
Demasiado joven.
Demasiado emocional.
Demasiado ella.

Pero hay algo en su presencia que interrumpe mi equilibrio.
Sus silencios hablan.
Su forma de evitarme también.

La veo moverse por la oficina con ese paso rápido, casi invisible, como si no quisiera ocupar espacio.
Y me irrita.
Porque ella debería saber lo buena que es.
Debería saber que todo esto —las cifras, el éxito, el ruido de la imprenta, los correos de agradecimiento— también es suyo.

Hoy, durante la junta con los inversionistas, alguien comentó que NOVA nunca había tenido un mes tan exitoso.
Yo asentí, fingiendo orgullo impersonal.
Pero dentro de mi cabeza solo escuchaba su nombre.

Audrey Morrison.

La mujer que convierte cada texto en algo que se siente vivo.
La que sonríe con la inseguridad de quien aún no se lo cree.
La que, sin saberlo, ha cambiado el ritmo del lugar que yo creía tener bajo control.

Francis me espera en el estacionamiento.
Mientras subo al auto, Eva me envía un mensaje:

> “No olvides comer, Zade. Los milagros no funcionan con el estómago vacío.”
Sonrío. Otra rareza.

Miro por la ventana.
El reflejo del edificio de NOVA aparece a lo lejos, alto, limpio, imponente.
Y por primera vez en mucho tiempo, no pienso en el negocio, ni en las cifras, ni en los próximos artículos.

Pienso en ella.

En la forma en que me mira cuando cree que no la veo.
En la manera en que frunce el ceño cuando algo no le gusta.
En cómo logra hacerme sentir… humano.

Y eso, para alguien como yo,
es el riesgo más grande de todos.




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