El ascensor se cerró con un sonido metálico, y la imagen de Audrey aún seguía en mi cabeza.
No su rostro, exactamente —sino su forma de mirar, esa mezcla entre timidez y algo que no sabría definir.
Algo que no buscaba aprobación, pero que parecía agradecer cada palabra que le devolví.
Salgo del edificio pasadas las once.
Francis ya me espera, puntual como siempre, junto al auto.
—Buenas noches, señor Morgan. ¿Día largo?
—Como siempre —respondo, soltando un suspiro.
El trayecto hasta el penthouse es silencioso.
La ciudad aún respira, iluminada por luces que parpadean entre los edificios.
Desde la ventana, todo parece más pequeño, más manejable.
Pero dentro de mi cabeza nada lo es.
Francis detiene el coche frente al edificio y baja primero para abrirme la puerta.
—¿Desea que mañana lo recoja a las siete?
—A las seis y media. Tenemos reunión con finanzas.
Asiente, y esa expresión amable de siempre aparece.
—Entendido. Buenas noches, señor.
—Buenas noches, Francis. Descansa.
El vestíbulo huele a madera pulida y café recién molido.
Subo hasta el último piso, donde el penthouse se abre con una amplitud que a veces me incomoda.
Minimalista. Perfectamente ordenado. Sin nada fuera de lugar.
Eva, la cocinera, deja una taza sobre la barra de la cocina.
—No pensé que regresara tan tarde —dice, con ese tono cálido de quien me conoce desde que apenas podía alcanzar la encimera.
—Perdí la noción del tiempo —respondo, dejando el abrigo en el perchero.
—Otra noche de trabajo, entonces.
—Otra noche.
Me mira un segundo antes de sonreír.
—Tiene ese gesto que tenía su padre cuando algo le preocupaba.
—¿Ah, sí?
—Sí. Frunce el ceño igual. Y se le enfría el café antes de probarlo.
No respondo.
Solo sonrío con discreción, tomo la taza y me dirijo al ventanal.
Desde allí, la ciudad parece otro universo.
Luces, movimiento, ruido distante.
Todo sigue girando, incluso cuando uno se detiene.
Pienso en la conversación con Audrey.
No debería hacerlo.
Pero lo hago.
Había algo distinto en ella hoy.
La manera en que hablaba de su trabajo, de su familia…
La honestidad sin victimismo.
La vulnerabilidad sin debilidad.
Y esa risa que, por alguna razón, me pareció injustamente contagiosa.
He trabajado con cientos de personas.
He conocido a ejecutivos, periodistas, directores, inversionistas.
Todos distintos, todos predecibles.
Pero Audrey no encaja en ninguno de esos moldes.
Tiene una calma que no es calma.
Una tristeza que no estorba, pero se nota si sabes mirar.
—¿Piensa en algo serio, señor? —pregunta Eva desde la cocina.
—En el trabajo —miento.
—Mmm… —suelta, escéptica—. No se le nota.
Sonrío apenas.
Eva siempre ha tenido la extraña habilidad de leer más de lo que digo.
—Descanse, Eva. Buenas noches.
—Buenas noches, Zade. —Y agrega antes de irse—. A veces es bueno pensar menos y sentir más.
Me quedo solo.
El reloj marca las doce y cuarto.
Dejo la taza sobre la mesa, aún intacta, y camino hacia el estudio.
El escritorio está cubierto de informes, propuestas y contratos.
Abro uno, pero las letras se difuminan.
La concentración no llega.
Solo vuelve su voz.
“Supongo que soy la decepción.”
Esa frase.
Tan simple, tan directa.
Y sin embargo, me pesó más que cualquier junta o firma.
Porque, en algún punto de mi vida, también lo fui.
No para los demás, quizás, pero sí para mí.
Apago el monitor.
Cruzo el pasillo hacia el dormitorio.
La cama está hecha con una precisión milimétrica, como cada mañana.
Pero al acostarme, siento que el orden no basta.
Que algo se movió sin permiso, y ya no puedo volver a la quietud habitual.
Cierro los ojos.
Y justo antes de dormirme, la veo otra vez.
Audrey, con el cabello recogido, riendo con esa mezcla de nervios y ternura.
Una imagen que no debería importarme.
Y que, sin embargo, no se va.
No todavía.