El sonido del reloj de la oficina es lo único que no cambia.
Ni los correos, ni las reuniones, ni el caos controlado de NOVA.
Todo lo demás se mueve a un ritmo que solo yo parezco notar.
Desde mi despacho, el piso veinticuatro se ve como un organismo vivo: gente entrando y saliendo, risas forzadas, teclas golpeadas con urgencia, conversaciones que intentan sonar importantes.
Y en medio de todo eso, está ella.
Audrey Morrison.
Hace un mes, era una pasante nerviosa que temblaba cada vez que la miraba.
Ahora, es la jefa de redacción más joven en la historia de esta empresa.
Y, paradójicamente, la única que logra hacer que el resto trabaje con verdadero interés.
Podría decir que la ascendí porque las cifras lo demostraban —y es cierto: los números de la revista se duplicaron, las ventas digitales rompieron récords, y su enfoque emocional le devolvió a NOVA algo que habíamos perdido hace años—.
Pero sería una mentira parcial.
La verdad es que, desde que llegó, el ambiente cambió.
No sé cómo explicarlo.
Hay algo en su forma de hablar, en cómo se disculpa y sonríe al mismo tiempo, en la manera en que convierte lo cotidiano en algo que se siente vivo.
Y aunque intento mantener distancia, esa presencia suya se cuela en los espacios que solían estar vacíos.
Hoy la vi llegar antes que nadie.
Café en mano, auriculares puestos, el cabello recogido sin demasiado esfuerzo, y esa concentración que parece hacer que todo a su alrededor se vuelva más claro.
A veces, cuando pienso que no me doy cuenta, levanta la vista.
Nuestras miradas se cruzan por unos segundos, y luego ambos fingimos que no pasó nada.
No sé cuándo empezó a afectarme eso.
Francamente, no tengo tiempo para distracciones.
La mitad del país depende de esta empresa para funcionar: campañas, portadas, eventos, alianzas.
Mi vida entera es una lista de responsabilidades perfectamente alineadas.
Y ella llegó para moverlas de sitio.
Hoy, por ejemplo, estuve a punto de interrumpir una junta solo porque escuché su risa desde el pasillo.
Rara vez río.
Pero ese sonido tiene algo que me desarma.
Ruby, mi secretaria, notó mi distracción.
—¿Quiere que le traiga los informes, señor Morgan? —preguntó, usando ese tono demasiado ensayado que suele usar cuando intenta parecer más cercana de lo que debería.
Levanté la vista y asentí.
No me gustan las insinuaciones, y ella lo sabe.
Pero últimamente, su actitud se ha vuelto más insistente.
A veces pienso que todo el edificio necesita una lección sobre límites.
Mientras firmaba unos documentos, escuché cómo Audrey hablaba con Nick sobre la nueva edición de fin de año.
No podía escuchar las palabras exactas, pero su voz tenía ese brillo.
El tipo reía demasiado, acercándose más de lo necesario, y algo dentro de mí —esa parte que creí extinta— se tensó.
Ridículo. Completamente ridículo.
La observé unos segundos más, hasta que se giró.
Nuestras miradas se encontraron de nuevo.
Ella no dijo nada.
Yo tampoco.
Pero por un momento, su sonrisa se apagó un poco, y pude jurar que entendió.
Volví al trabajo como si nada.
Como si no me importara.
Al final del día, cuando todos se fueron, la vi quedarse.
La luz de su escritorio seguía encendida mientras revisaba notas, sola, con el ceño fruncido y esa determinación silenciosa que siempre me desconcierta.
No sé qué me obligó a salir de mi oficina.
Quizá el instinto, o la costumbre de no dejar que nadie trabaje más de lo necesario.
—Deberías irte —dije desde la puerta.
Ella levantó la vista, sorprendida.
—Solo estoy terminando una columna.
—Puede esperar a mañana.
—Lo sé. Pero si no lo hago ahora, pensaré en ello toda la noche.
Sonreí apenas.
—Eso no suena muy saludable.
—Tampoco lo es el exceso de control —respondió sin pensarlo, y luego se sonrojó.
Y ahí estuvo. Esa honestidad suya. Desarmante.
Le gusta desafiarme sin darse cuenta.
—Buenas noches, Morrison.
—Buenas noches, Morgan.
Caminé hasta el ascensor sin mirar atrás, aunque la tentación fue fuerte.
Cuando llegué al penthouse, Eva y Francis ya estaban allí, esperándome con esa familiaridad que solo los años dan.
Pero ni siquiera la cena, ni las conversaciones triviales, lograron borrar la imagen de Audrey frente a su escritorio, iluminada por la pantalla, escribiendo como si el mundo dependiera de ello.
Y mientras me servía un trago, su voz seguía repitiéndose en mi cabeza:
> “Tampoco lo es el exceso de control.”
Quizá tiene razón.
Quizá he estado tan ocupado construyendo muros que no me di cuenta de cuándo alguien empezó a tocarlos desde el otro lado.