Hay días en los que el mundo parece girar más lento.
No porque las cosas vayan mal, sino porque todo se siente más… denso.
Como si el aire pesara un poco más.
Hoy es uno de esos días.
Llevo la cabeza llena de pendientes, el corazón a medio ritmo y los ojos ardiendo del cansancio.
Ser jefa de redacción suena mucho mejor en teoría que en la práctica: significa cargar con cada error ajeno, responder mensajes a medianoche y recordar sonreír cuando quisieras simplemente desaparecer entre los documentos.
Pero a pesar de todo, no me quejo.
Porque ahora, cuando cruzo la redacción, la gente se detiene a escuchar.
Y porque, de alguna forma, él siempre parece estar cerca.
Zade Morgan.
Imperturbable, calculado, imposible de leer.
Excepto, tal vez, cuando me mira.
Últimamente lo hace más seguido.
Durante las reuniones, durante los almuerzos rápidos, incluso cuando paso a dejarle informes a su oficina.
Y no es una mirada invasiva.
Es algo más raro.
Como si intentara descifrarme sin tocar una sola palabra.
Hoy lo noté especialmente.
Mientras discutíamos la portada de diciembre, alguien hizo una broma, y yo solté una risa sincera, de esas que salen sin permiso.
Él alzó la vista.
No sonrió, pero se relajó apenas, y por un segundo, me pareció que el mundo entero se detuvo entre nosotros.
Nick, por supuesto, notó el momento y lo convirtió en un espectáculo.
—Oye, Morrison, si logras que Morgan ría, te ganas una medalla —dijo.
—No me interesa hacerlo reír —respondí rápido, aunque mi tono no sonó tan firme como quería.
Zade solo negó con una media sonrisa.
—No sería tan difícil —dijo.
Y la sala entera se quedó en silencio.
No sé si fue una broma o una advertencia, pero su voz me dejó temblando por dentro.
El resto del día pasó entre artículos, revisiones y café recalentado.
Y cuando por fin las luces comenzaron a apagarse, me di cuenta de que afuera llovía con una furia desmedida.
Las gotas golpeaban los ventanales como si quisieran entrar.
Mi paraguas se rompió la semana pasada, y no había forma de conseguir transporte rápido con esa tormenta.
Me resigné a esperar.
Saqué el portátil y me refugié en un rincón de la sala de juntas vacía, mientras la oficina se vaciaba por completo.
Solo el sonido del agua y el zumbido del aire acondicionado.
Hasta que escuché pasos detrás de mí.
—¿Aún aquí? —era su voz.
Me giré.
Zade estaba de pie, con el abrigo en una mano y su habitual expresión impasible.
—La lluvia —respondí—. No creo que llegue viva a casa con esto.
Él asintió, como si ya lo hubiera previsto.
—Te llevo.
Lo dijo sin preguntar.
Como si no existiera la posibilidad de que me negara.
—No quiero molestarte —intenté decir.
—No lo haces. Vamos.
A veces, cuando habla así, es difícil no obedecerlo.
Bajamos juntos al estacionamiento subterráneo.
El sonido de la lluvia se filtraba hasta ahí, como un eco distante.
Su coche era negro, impecable, con ese olor a cuero nuevo que parece hecho para gente que no comete errores.
Me senté en el asiento del copiloto, sintiendo el aire frío del clima artificial contra la piel.
Durante los primeros minutos, nadie dijo nada.
Solo la lluvia golpeando el parabrisas y las luces de la ciudad reflejándose en los charcos.
Hasta que él habló:
—Trabajas demasiado.
—Tú también.
—Sí, pero yo no tengo a nadie que me diga que me detenga.
—Yo tampoco —susurré.
Se giró apenas, lo suficiente para mirarme sin apartar la vista de la carretera.
—Entonces te lo digo ahora. Aprende a detenerte.
Me reí, sin poder evitarlo.
—¿Desde cuándo das consejos personales, Morgan?
—Desde que me di cuenta de que a veces la gente se quiebra por intentar ser lo que otros esperan.
Su tono no sonó condescendiente.
Sonó… triste.
Como si hablara desde algo que él también había vivido.
Durante unos segundos, el silencio se volvió más pesado, pero no incómodo.
Solo había lluvia, luces, y esa distancia mínima entre nosotros.
Le observé de reojo: la mandíbula tensa, los nudillos marcados en el volante, el reflejo de las luces parpadeando sobre su piel.
Era tan distinto a todos.
Tan imposible de alcanzar.
—Gracias por traerme —dije al fin, cuando se detuvo frente a mi edificio.
—No fue un favor. Era lo correcto.
—No todos se toman el tiempo de hacer lo correcto.
Él me miró.
Esa mirada otra vez.
La que no dice nada y lo dice todo.
No supe qué más decir, así que bajé del auto, con el sonido de la lluvia cayendo sobre mi abrigo.
Cuando cerré la puerta, él todavía estaba ahí, mirándome desde el interior del coche, el cristal empañado entre nosotros.
Por un instante, pensé que iba a bajar, que iba a decir algo más.
Pero no lo hizo.
Solo esperó hasta que entré al edificio, y luego desapareció entre las luces de la tormenta.
Esa noche, mientras el agua golpeaba mi ventana, entendí algo:
A veces, lo que más asusta no es acercarse a alguien.
Es que ese alguien empiece a notarte cuando pensabas que eras invisible.