La lluvia cae con una constancia que raya en lo hipnótico.
Golpea los ventanales del penthouse como si quisiera arrancarlos, mientras la ciudad se disuelve tras una cortina gris.
No recuerdo la última vez que una tormenta me pareció tan… ruidosa.
Dejo las llaves sobre la mesa y me deshago del abrigo, todavía húmedo.
El silencio me recibe, limpio, ordenado.
Demasiado.
Por costumbre, enciendo las luces a media intensidad.
Todo luce igual que siempre: impecable, distante, perfectamente calculado.
Pero esta noche algo no encaja.
No es el espacio.
Soy yo.
No debería haber insistido en llevarla.
Audrey Morrison es competente, profesional, prudente.
No es asunto mío si decide quedarse hasta tarde revisando artículos.
Y, sin embargo, la idea de verla empapada entre la multitud… no me resultó aceptable.
No sé por qué.
Camino hacia el ventanal y observo las luces que se reflejan en el asfalto mojado.
A esta hora, la ciudad parece respirar con dificultad.
Y yo, por primera vez en mucho tiempo, también.
La lluvia trae su voz de vuelta.
Su risa, tan breve que podría habérmela imaginado.
Esa mirada curiosa que intenta leer lo que no digo.
Y lo peor: el silencio cómodo que compartimos en el coche.
Nunca ha habido silencio cómodo en mi vida.
Hasta hoy.
—¿Otra noche sin cenar, señor Morgan?
La voz de Eva me saca de mis pensamientos.
No la escuché entrar.
La mujer aparece desde la cocina, con el delantal ligeramente manchado de harina y ese gesto de desaprobación que ha perfeccionado a lo largo de los años.
—No tengo hambre —respondo.
—No la tiene nunca —replica ella, acomodando un plato sobre la barra—. Pero se la voy a dejar igual. Sopa caliente. No quiero encontrarlo otra vez trabajando hasta las tres de la mañana.
—No es necesario.
—Y sin embargo, siempre se la come —dice, con una sonrisa que apenas se le escapa.
Me quedo mirando el vapor que sube del plato.
Por alguna razón, el aroma me recuerda al auto, al sonido de la lluvia contra el parabrisas, al perfume sutil de Audrey.
Aprieto la mandíbula.
—¿Qué pasa, Eva? —pregunto, más brusco de lo que pretendía.
Ella arquea una ceja.
—Nada. Solo lo observo. Está… diferente últimamente.
—¿Diferente?
—Sí. Antes solo hablaba de números. Ahora parece que piensa en algo más. O en alguien.
No respondo.
Eva me conoce demasiado bien, pero no lo suficiente como para cruzar ciertas líneas.
Aun así, su comentario me deja incómodo.
Inquieto.
Vulnerable.
—No se imagine cosas —murmuro.
—Yo no me imagino. Solo noto cuando alguien respira distinto —dice, antes de dar media vuelta y desaparecer por el pasillo.
La lluvia vuelve a llenar el silencio.
Camino hacia la ventana otra vez y observo la ciudad que se diluye bajo la tormenta.
Pienso en su voz, en cómo se reía de mis consejos, en cómo me miró antes de salir del coche.
Pienso en lo cerca que estuvo.
Demasiado cerca.
Y, por primera vez en mucho tiempo, me descubro haciendo algo que juré no volver a hacer:
esperar.
Esperar un mensaje, un motivo, un nuevo encuentro.
Lo que sea.
Algo que me devuelva esa sensación absurda de tener el control y perderlo al mismo tiempo.
Cierro los ojos y dejo que el ruido del agua lo cubra todo.
Pero ni siquiera la lluvia consigue borrar el recuerdo de su mirada.