La oficina está en silencio.
Solo se escucha el golpeteo de la lluvia contra los ventanales y el zumbido bajo del aire acondicionado.
Podría irme. Debería hacerlo. Pero no.
Estoy aquí, de pie frente al escritorio, mirando el reflejo distorsionado de las luces en el cristal, con la mente girando en círculos que no llevan a ninguna parte.
No sé en qué momento me convertí en esto: en un hombre que pierde el control por una conversación de cafetería.
Por una risa.
Por ella.
Apoyo las manos sobre el escritorio y cierro los ojos.
Respiro.
Intento ordenar el caos.
Audrey Morrison.
La pasante que se volvió indispensable.
La mujer que corrigió una revista entera a base de trabajo, talento y una especie de honestidad brutal que me recuerda a algo que ya no tengo.
Desde que la ascendí, no hay un solo día en que no la vea cruzar esa puerta con los auriculares puestos, el cabello suelto y esa expresión de quien carga el mundo entero pero aun así intenta sonreír.
Y cada vez que la miro, me recuerdo que no debería hacerlo.
Pero lo hago igual.
No sé qué me molesta más: verla reír con Cooper o saber que alguien más logró sacarle una sonrisa tan sincera.
Hay algo en esa risa que me desarma, algo que no puedo controlar.
Y yo odio perder el control.
Camino hacia la ventana.
Las luces de la ciudad se reflejan sobre el vidrio empañado, parpadeando como si el mundo allá afuera siguiera su curso sin mí.
Y pienso que, tal vez, debería dejar de fijarme tanto en ella.
No es sano.
No es lógico.
No es… profesional.
Pero luego recuerdo cómo me miró hace un rato, con esa mezcla de orgullo y herida.
Y el estómago se me encoge.
Fui demasiado duro.
No por lo que dije, sino por lo que sentía detrás de las palabras.
Celos.
Ridículos, infantiles, injustificables.
Celos que no tienen lugar en este espacio, ni en mi vida.
Tomo asiento, me paso una mano por el cabello y abro la laptop solo para distraerme.
Intento concentrarme en los números, en las métricas, en el informe mensual.
Y ahí está: el crecimiento.
Las cifras subieron.
Las ventas digitales aumentaron.
La revista nunca había estado tan bien.
Todo gracias a ella.
La pantalla ilumina mi rostro mientras releo su nombre en la última nota publicada.
Audrey Morrison —Editora en jefe de redacción digital.
Su firma se ve elegante, segura.
Más que ella, incluso.
Y yo…
Yo me siento un idiota.
Cierro la laptop.
Apoyo los codos sobre las rodillas y me quedo mirando el suelo durante un largo rato.
Eva, la cocinera, suele decir que cuando uno se siente perdido, es porque el alma anda buscando un lugar donde quedarse.
Y creo que el mío la encontró, solo que no debería haberlo hecho aquí.
Porque ella trabaja para mí.
Porque esto no es una historia.
Porque yo no soy el tipo de hombre que puede ofrecerle algo más que un desastre cuidadosamente disfrazado de éxito.
La lluvia arrecia.
El reloj marca las nueve y media.
Sé que debería irme.
Sé que mañana la veré otra vez y tendré que fingir que nada pasó, que sus ojos no me desarman, que no la busco en cada esquina de la oficina.
Pero mientras apago las luces y me quedo solo con el reflejo de la ciudad, solo puedo pensar en una cosa:
Si realmente fuera inteligente, dejaría de mirar a Audrey Morrison.
Pero no lo soy.