Inédito

Capítulo 20

No lo he visto en tres días.
Tres días desde que irrumpió en la sala de redacción, con esa mirada helada que usó como cuchilla para separar el aire entre nosotros.
Tres días desde que me llamó “Morrison” con esa voz seca, dura, que sonó más a sentencia que a nombre.

No debería afectarme.
Era un regaño, eso es todo.
Una advertencia laboral, una línea que no debía cruzar.

Y sin embargo, desde entonces, cada vez que entro a la oficina siento que me falta algo.
O peor: que me sobra.
Como si su silencio pesara más que sus palabras.

Nick lo notó.
Intentó bromear, distraerme, volver a arrancarme una risa, pero ya nada se siente igual.
No después de la forma en que Zade me miró aquel día.
Como si estuviera decepcionado.
Como si me importara.

Hoy, sin embargo, todo parece distinto.
Son las ocho y media de la mañana y él está en su oficina, sentado tras el cristal, hablando con alguien del departamento de marketing.
Su camisa negra, las mangas dobladas, la postura erguida.
El reflejo de su reloj sobre el escritorio me obliga a apartar la vista.
Me concentro en mis pendientes, en los correos, en el aroma del café recién hecho.

Hasta que escucho mi nombre.

—Morrison —su voz atraviesa el aire sin esfuerzo.
Levanto la mirada.
Está de pie frente a mi escritorio, una carpeta en la mano.

—¿Sí?
—Necesito que me acompañes a la reunión con los de Vanguard Media. Está fuera de la ciudad, salimos en veinte minutos.

Parpadeo.
—¿Yo?
—Sí, tú. Quiero que tomes nota de los acuerdos y revises las cifras con ellos.

Intento sonar tranquila, pero mi pulso me traiciona.
—Claro, solo déjeme… —corrijo de inmediato—, déjame buscar mis cosas.

Asiente una sola vez.
Y se va.

Respiro.
Una parte de mí quiere negarse. La otra —la más masoquista— siente curiosidad.
¿Qué pasa si pasamos horas juntos?
¿Y si todo ese silencio se rompe?

—★‹🌺›★—

Veinte minutos después, estoy en el asiento del copiloto de su auto.
Un Audi negro, impecable, que huele a cuero y a algo más sutil: su colonia, amaderada y limpia.
La lluvia vuelve a caer, persistente.

Él conduce sin decir palabra.
El sonido del limpiaparabrisas marca un ritmo hipnótico.
Miro por la ventana, viendo cómo los edificios se disuelven detrás de los cristales empañados.

Hasta que habla.

—¿Sigues molesta?

Me toma por sorpresa.
—¿Molesta?
—Por el otro día.

Tardo un segundo en responder.
—No estoy molesta. Solo… me dolió la forma en que me hablaste.

Lo escucho suspirar.
—Lo sé. Fui un idiota.

La sinceridad me desarma.
Giro el rostro hacia él, pero sus ojos siguen fijos en la carretera.
—Solo intentaba recordarte que aquí no podemos permitirnos… distracciones —dice, más bajo.

Distracciones.
Como si yo lo fuera.
Como si él no lo fuera también.

—Tranquilo —respondo con una sonrisa débil—, no pienso enamorarme de nadie de la oficina.

No me mira, pero lo veo sonreír. Apenas.
—Eso sería un alivio.

El silencio que sigue es distinto.
No incómodo, sino tenso.
Casi… vulnerable.

El viaje continúa entre pequeñas conversaciones sobre trabajo, cifras, nuevas propuestas para la revista.
Y por primera vez, noto que él me escucha de verdad.
Cada palabra, cada idea.
Incluso me pide opinión sobre una portada.
Y cuando le digo lo que pienso, asiente con una expresión que se siente demasiado genuina para venir de alguien como él.

Después de la reunión, que sale mejor de lo esperado, volvemos al auto.
La lluvia arrecia, más densa, más oscura.
La carretera parece un espejo gris.

—Buen trabajo hoy —dice, rompiendo el silencio.
—Gracias. —Miro mis manos sobre el regazo—. No estoy acostumbrada a que me digan eso.

Él me lanza una mirada rápida.
—Deberías estarlo.

Y no dice más.

El resto del camino, no hablamos.
Solo compartimos el sonido de la lluvia, el calor tenue del auto, y esa tensión callada que flota entre ambos.
Esa que ninguno nombra, pero los dos sentimos.

Y por primera vez en mucho tiempo, pienso que tal vez no todo lo que duele tiene que destruir.
A veces, también enseña a mirar distinto.




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