Inédito

Capítulo 21

Nunca me gustó viajar acompañado.
Ni los silencios incómodos, ni las conversaciones de cortesía, ni la sensación de tener que compartir un espacio que siempre fue mío.
Y sin embargo, hoy el asiento del copiloto no me parece un estorbo.

Audrey Morrison está ahí, mirando por la ventana mientras la lluvia convierte la carretera en un borrón plateado.
No habla. No intenta llenar el silencio con frases vacías.
Solo observa, como si el mundo le doliera un poco menos cuando no tiene que explicarlo.

La mayoría de la gente cree que el silencio es incómodo.
Yo lo encuentro… necesario.
Y, con ella, incluso cómodo.

No debería mirarla tanto.
No debería notar cómo se le escapan los pensamientos por los ojos, ni cómo juega con las mangas del abrigo cuando está nerviosa.
No debería fijarme en esas cosas.
Pero lo hago igual.

Desde que la ascendí, mi oficina no volvió a ser la misma.
Antes, los días eran predecibles: reuniones, informes, cifras, la misma rutina calculada que me mantenía en orden.
Ahora hay algo distinto.
Algo que no sé nombrar, pero que se siente.
En el aire. En los correos. En los segundos antes de que ella entre cada mañana.

Cuando la vi hablar con Cooper hace unos días, me descubrí sintiendo una punzada absurda.
Celos.
Una palabra que nunca me gustó porque suena infantil, inútil, peligrosa.
Pero fue eso.
Celos.
No por lo que hacían —una simple conversación— sino por la forma en que ella sonreía.
Esa sonrisa que rara vez me dedica.

Apreté los dientes, fingí profesionalismo y la arruiné con mis palabras.
La vi encogerse.
Vi la decepción en su mirada.
Y no he podido dejar de pensar en eso desde entonces.

Así que sí, este viaje fue una excusa.
Una forma de enmendarlo sin tener que pedir disculpas.
Soy bueno con las excusas, no con las disculpas.

—¿Sigues molesta? —le pregunté.
Lo hice más por mí que por ella.
Y cuando respondió, sentí algo parecido a alivio y culpa al mismo tiempo.

“Solo me dolió la forma en que me hablaste”, dijo.
Y yo tuve que morderme la lengua para no decirle que a mí también me dolió decirlo.

Durante la reunión, me impresionó.
Audrey tomó la palabra cuando nadie más lo hacía, corrigió una cifra en plena presentación y explicó una estrategia de difusión que ni siquiera yo había pensado.
La vi segura. Brillante.
Y por un instante, me sentí orgulloso.

Al salir, bajo la lluvia, ella parecía más ligera.
Sus ojos tenían algo que hacía tiempo no veía: calma.
Le dije que había hecho un buen trabajo, y cuando respondió que no estaba acostumbrada a que se lo dijeran, me dieron ganas de decirle tantas cosas que no debí.
Como que el mundo debería felicitarla más.
Como que su voz tiene el poder de mover gente.
Como que cuando sonríe, el ruido en mi cabeza baja un poco.

Pero no lo dije.
Solo asentí, fingiendo indiferencia, como siempre.

Mientras conducía de regreso, la miré de reojo.
Estaba dormida.
El cabello suelto, una mano apoyada sobre la pierna, la respiración tranquila.
Y pensé en lo fácil que sería dejar de fingir.
Dejar que todo pasara.
Pero también pensé en lo que perdería si lo hacía.

NOVA es mi vida.
Mi legado.
Y ella… ella es la única persona que podría hacerlo tambalear.

Así que me quedé en silencio, con la lluvia golpeando el parabrisas y el corazón recordándome que hay cosas que uno no puede controlar.
Ni el éxito.
Ni el deseo.
Ni a Audrey Morrison.

Cuando llegamos, la desperté con suavidad.
—Ya estamos —dije, evitando mirarla demasiado.
—Gracias por traerme —respondió, medio dormida.
Sonrió. Y esa sonrisa me arruinó la noche.

Porque por primera vez en mucho tiempo, no quiero llegar solo a casa.
Pero lo hago igual.




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