Dos semanas pueden cambiar muchas cosas.
O al menos, pueden fingir que lo hacen.
Desde el viaje con Zade, la oficina parece distinta.
No él —él sigue igual—, pero yo sí.
Hay algo en la forma en que me mira (cuando cree que no lo noto), algo que hace que cada palabra suya pese más.
Y eso me asusta.
Así que hice lo que hago siempre cuando algo me asusta:
intenté sentir otra cosa.
Nick fue… fácil.
Divertido, relajado, el tipo de persona que no carga con tormentas.
Empezó como un café después del trabajo, un “necesito aire” disfrazado de charla informal.
Después fue un paseo corto por el parque, una risa compartida, una conversación que se estiró más de lo previsto.
Y de pronto, sin saber cómo, ya no eran solo cafés.
No sé en qué momento se convirtió en salir con alguien.
Solo sé que él lo hace sencillo.
Y a veces, necesito eso: sencillez.
El problema es que nada dentro de mí lo es.
Los días pasan entre reuniones, artículos y miradas que intento evitar.
Zade apenas me habla más allá de lo necesario.
Profesional. Cortés. Preciso.
Y esa frialdad, lejos de aliviarme, me incomoda.
Hay momentos en los que lo encuentro en la sala de juntas, observando los informes con esa concentración que podría partir el aire en dos.
Y me descubro mirándolo demasiado.
Preguntándome si él piensa en ese viaje tanto como yo.
Nick, en cambio, es pura luz.
Siempre tiene algo que contar: un nuevo diseño, un chiste, una recomendación de música.
Me hace reír sin esfuerzo, y durante unos minutos, olvido el peso que llevo dentro.
Olvido que a veces me cuesta respirar sin pensar que algo va a salir mal.
Me hace bien.
O al menos, eso quiero creer.
Una tarde, mientras trabajamos en una edición especial de aniversario, Nick se inclina hacia mi escritorio.
—Cena mañana —dice con esa sonrisa fácil—. Nada de trabajo, lo prometo.
—¿Cena? —repito, levantando la vista del monitor.
—Sí, una cita real, Morrison. Ya va siendo hora.
Casi le digo que no.
Pero entonces lo veo: a Zade, al otro lado del pasillo, saliendo de su oficina con el teléfono en la mano.
Su mirada se cruza con la mía solo un segundo.
Suficiente.
—Está bien —respondo.
Y sonrío.
—★‹🌺›★—
La cena es agradable.
Nick elige un restaurante tranquilo, con luces cálidas y música suave.
Me habla de sus planes, de su infancia en otra ciudad, de cómo sueña con montar su propio estudio de diseño.
Yo lo escucho, sonrío, bebo vino.
Pero hay una parte de mí —esa que siempre arruina todo— que no está presente.
Pienso en el sonido de la voz de Zade.
En la forma en que me miró cuando dijo “buen trabajo”.
En cómo se sentía el silencio del auto bajo la lluvia.
Y me odio un poco por eso.
Nick me toma la mano.
Es un gesto amable, cálido.
—Te estás quedando en tu cabeza otra vez —dice.
—Perdón —murmuro—. Estoy… cansada.
No lo merece.
Él está intentando algo bueno, simple.
Y yo estoy aquí, comparándolo con alguien que nunca me prometió nada.
Debería sentir algo por Nick.
Pero no lo hago.
Tal vez...solo tal vez estoy dañada o algo por el estilo.
—★‹🌺›★—
Llego a casa tarde.
El apartamento está oscuro, como siempre.
Dejo los zapatos, me sirvo agua, y enciendo la lámpara del escritorio.
Mi reflejo en el vidrio parece el de otra persona: más tranquila por fuera, más rota por dentro.
Tomo mi celular.
Un mensaje nuevo.
De Zade.
> “Buen trabajo con el artículo de tendencias. Las cifras están subiendo otra vez.”
Solo eso.
Una línea.
Fría, formal, pero con su nombre debajo.
“Morgan.”
Y sin entender por qué, sonrío.
Solo un poco.
Solo lo suficiente para saber que, aunque intento avanzar, parte de mí sigue volviendo a él.