No sé en qué momento pasó.
No sé si fue en la cafetería, cuando Nick me alcanzó el azúcar con esa sonrisa despreocupada, o en la oficina, cuando me esperó después de otra jornada interminable para acompañarme hasta el metro.
Pero pasó.
Ahora somos “nosotros”.
Novios.
Una palabra que me cuesta pronunciar sin sentir un nudo en la garganta.
Nick es bueno.
Demasiado bueno, incluso.
Tiene esa facilidad para hacerme reír cuando más lo necesito, y una paciencia que me desarma.
Cuando me mira, lo hace como si no existiera nada más.
Y a veces eso me da miedo.
Porque siento que ve una versión de mí que no sé si existe realmente.
Una que no siempre puedo sostener.
Salimos a menudo.
Cine, cenas, escapadas improvisadas después del trabajo.
Él habla mucho, de todo y de nada, y yo lo escucho, porque me gusta cómo suena su voz cuando se emociona.
Y, por un rato, me convenzo de que eso es suficiente.
Que esta vez sí.
Que tal vez puedo dejar atrás la tristeza, el caos, la ansiedad que me devora cuando estoy sola.
Que puedo aprender a ser feliz con alguien que quiere estar conmigo sin condiciones.
En la oficina, todos ya lo saben.
O lo sospechan.
Marianne fue la primera en dejar un comentario entre líneas, de esos que suenan amables pero que esconden veneno.
Nick lo toma con humor, como todo.
A mí todavía me incomoda.
Zade…
Zade no ha dicho nada.
No me mira como antes, pero tampoco me ignora.
Solo mantiene esa distancia medida, profesional, casi quirúrgica.
Y cada vez que me llama por mi apellido, algo en mí se tensa.
Como si una parte de mí todavía esperara escuchar mi nombre en su voz.
Ridículo.
Absolutamente ridículo.
Anoche salimos a cenar.
Un restaurante pequeño, con luces cálidas y música de fondo que parecía encajar con el ritmo de nuestros silencios.
Nick pidió vino.
Yo, como siempre, café.
Él se burló suavemente de eso, y terminé riendo.
Después caminamos por la calle, la lluvia apenas empezaba a caer, y él me tomó la mano.
Fue simple, natural.
Y por un instante, sentí paz.
Esa paz que pensé que había olvidado cómo se sentía.
Me besó bajo un farol, con la lluvia marcando el ritmo, y pensé que debía sentir mariposas.
Y sí, las sentí.
Pero eran diferentes.
Eran pequeñas, débiles.
Como si supieran que estaban volando en un lugar equivocado.
En casa, más tarde, mientras me quitaba los zapatos empapados, miré mi reflejo en el espejo del pasillo.
Tenía el cabello mojado, la piel fría, los labios aún con el sabor del vino.
Y me pregunté si eso era amor.
Si lo que sentía era eso.
Porque con Nick todo era correcto, seguro, fácil.
Y, aun así, faltaba algo.
Algo que no sabía nombrar, pero que reconocía cada vez que veía a Zade cruzar el pasillo con su camisa doblada hasta los antebrazos y esa mirada que parece leer entre las líneas de mi voz.
No lo entiendo.
No quiero entenderlo.
Pero lo siento.
Los días siguientes fueron una mezcla rara de felicidad tranquila y pensamientos que no sé a dónde poner.
Nick me llevaba al trabajo, me dejaba flores en el escritorio y, a veces, me esperaba con un café justo como me gusta.
Todos lo encontraban adorable.
Y lo era.
Pero cada vez que Zade pasaba cerca, la atmósfera cambiaba.
Como si el aire se volviera más denso.
Como si una parte de mí se encogiera, esperando… no sé qué.
Una palabra.
Un gesto.
Algo.
Pero él nunca dice nada.
Solo me observa un instante y sigue su camino, como si nada importara.
Hoy, mientras revisaba un artículo con Nick, Zade entró a la oficina.
Ni siquiera estaba previsto que viniera.
Solo apareció.
Su presencia, como siempre, llenó el lugar.
Nick y yo estábamos riendo por un error de redacción, nada importante.
Hasta que Zade habló.
—¿Van a trabajar o prefieren convertir la redacción en una cafetería? —preguntó, sin levantar la voz, pero con ese tono que no deja espacio a réplicas.
Nick se enderezó, medio divertido, medio incómodo.
—Solo estábamos revisando el texto, jefe.
—Claro —respondió él, y me miró—. Supongo que la eficiencia depende de con quién se comparte el escritorio.
Y ahí estaba otra vez.
Esa punzada.
Esa contradicción en sus palabras.
Su forma de decir algo que suena como un reproche, pero duele como una confesión.
No dije nada.
No podía.
Solo bajé la vista y volví al documento.
Él se fue un minuto después, dejando tras de sí un silencio que nadie supo llenar.
Nick intentó bromear, pero yo ya no estaba ahí.
Mi mente se había quedado atrás, en esa mirada que no entiendo, en ese límite que se mueve cada vez que él lo cruza.
Por la noche, Nick me llevó a su departamento por primera vez.
Cocinó pasta, puso música, y todo parecía salido de una escena romántica.
Y lo disfruté.
De verdad lo hice.
Pero en el fondo, mientras me hablaba de su infancia, una parte de mí seguía buscando algo más.
Una chispa.
Una pregunta sin respuesta.
Y me sentí culpable.
Por no poder sentir todo lo que debería.
Por no poder quererlo como él me quiere.
Cuando me abrazó, cerré los ojos e intenté creer que bastaba.
Que esta vez sí sería suficiente.
Pero una voz, muy baja, muy mía, murmuró en algún rincón de mi cabeza:
> “No lo es. No para ti.”
Y, por más que intenté callarla, esa voz no se fue.