La felicidad se siente rara.
O al menos, esto que tengo.
Esta versión de la felicidad que parece prestada, como una ropa que me queda bien pero no es mía.
Nick y yo llevamos ya un mes juntos.
Mis amigas —las pocas que aún me hablan seguido— dicen que se me nota el brillo, que tengo otra energía.
En la oficina murmuran cosas como “hacen buena pareja”, y Marianne incluso dejó caer un “me alegra que al fin alguien te saque sonrisas”.
Y sí.
Sonrío.
Me río.
Me dejo llevar.
Pero a veces, cuando llego a casa y el eco me devuelve el sonido de mis propios pasos, me doy cuenta de que no sé si estoy sonriendo por costumbre o por convicción.
Nick me quiere.
Eso lo sé.
Está en la forma en que me mira cuando hablo, en cómo recuerda cada detalle: que no me gusta el azúcar en el café, que siempre olvido cargar el celular, que duermo con una almohada entre las rodillas.
Él me mira y me escucha como si todo en mí fuera importante.
Y eso, por sí solo, debería bastar.
Pero no basta.
Y me odio por eso.
Porque no hay nada malo con él.
Es atento, tierno, divertido.
El tipo de persona que todos dicen que mereces.
El tipo de amor que debería curarte.
Y, sin embargo, hay noches en las que me acuesto a su lado y siento que el mundo está un poco fuera de foco.
Como si todo fuera demasiado bueno para ser real, demasiado perfecto para doler…
y, por eso mismo, no completamente mío.
En la oficina, las cosas siguen bien.
La revista no deja de crecer, los números suben, las portadas vuelan.
Zade —o Morgan, como sigo llamándole— parece satisfecho con mi trabajo.
Ya casi no hace observaciones, o al menos no tantas como antes.
Pero algo cambió.
Su tono.
Sus silencios.
Sus miradas.
Antes, cuando me corregía algo, lo hacía con cierta ironía, con esa especie de juego verbal que siempre terminaba empujándome a ser mejor.
Ahora solo me observa, asiente y dice:
> “Buen trabajo, Morrison.”
Y debería sentirme orgullosa.
Pero no lo estoy.
Porque en su voz ya no hay esa chispa de antes, ni esa especie de reto silencioso.
Solo una calma que me desarma.
Hoy almorzamos con el equipo.
Nick estaba sentado frente a mí, haciendo reír a todos con una historia ridícula sobre su gato, y por un momento, creí que era feliz.
De verdad lo creí.
Hasta que mis ojos, sin permiso, buscaron a Zade al fondo del salón.
Estaba en otra mesa, hablando con dos inversores, y aun así, por un segundo, nuestras miradas se cruzaron.
Solo un segundo.
Lo suficiente para sentir ese tirón en el pecho, esa electricidad absurda que no sé cómo explicar.
Me miró como si hubiera dicho algo que no entendía, y después desvió la vista.
Y yo también.
Rápido.
Culpable.
Nick siguió hablando, riendo, tocándome la mano.
Y yo sonreí.
Pero mi sonrisa no era para él.
Era para la versión de mí que seguía intentando convencerse de que todo estaba bien.
Por la noche, salimos a caminar por el parque.
Nick me rodeó con su abrigo cuando el viento empezó a enfriar, y me besó en la frente.
Me habló de planes, de viajes, de un futuro que sonaba hermoso.
Yo asentí, le seguí el juego, imaginando el mapa que él dibujaba con palabras.
Pero dentro de mí, algo dolía.
Algo que no debía doler.
Porque ¿qué clase de persona no se enamora de quien la trata con ternura?
¿Qué tipo de corazón enfermo se siente vacío cuando debería estar lleno?
Llegué a casa y me derrumbé en el sofá.
Encendí las luces, luego las apagué.
Encendí el televisor, lo apagué también.
El silencio me pesaba, pero la idea de llenarlo me pesaba más.
Y entonces lo entendí:
No estoy triste por Nick.
Estoy triste por mí.
Por no poder ser esa versión de Audrey que todos ven.
La que se ríe, la que parece haber encontrado estabilidad, la que tiene a alguien que la quiere.
Y aún así, cuando pienso en él —en Zade—, siento que algo dentro de mí cobra sentido por un instante.
Y eso es lo que más me duele.
Que haya alguien que me haga sentir viva solo con una mirada,
cuando debería bastarme con quien ya me da todo.
Me acuesto tarde.
Nick me manda un mensaje:
> “Te amo, Audrey. No sabes cuánto.”
Y me quedo mirando esas palabras mucho tiempo, como si fueran un idioma que olvidé cómo leer.
Escribo:
> “Yo también.”
Pero no lo envío enseguida.
Porque mientras lo leo en la pantalla, siento que la mentira se me enreda entre los dedos.
Y, aun así, lo envío.
Porque a veces amar no es sentir, sino fingir que lo haces hasta que deje de doler tanto.