Dos semanas.
Eso es lo que queda.
Catorce días y catorce noches para decidir si la dejo quedarse o la dejo ir.
Aunque, si soy honesto, el problema no es ella.
Soy yo.
El problema soy yo, que no supe manejar lo que sentía.
Yo, que me enredé en mis propias normas, en mis malditos principios, creyendo que la distancia era lo correcto.
Y ahora la veo caminar por los pasillos, reírse con él, mirarlo con esos ojos que antes solían buscarme a mí… y todo en mí se desordena.
Nunca creí que me afectaría verla con alguien más.
Pero lo hace.
Joder, lo hace más de lo que estoy dispuesto a admitir.
A veces la escucho reír desde mi oficina y me encuentro bajando el volumen de la música solo para oírla mejor.
Otras, me descubro mirando por la ventana solo para asegurarme de que está ahí, hablando con Nick, sonriendo.
Y sonríe.
Sonríe como si todo en su mundo encajara.
Y eso debería alegrarme, ¿no?
Debería sentirme satisfecho de verla avanzar, de verla feliz.
Pero no.
Solo siento este fuego insoportable ardiendo bajo la piel.
Este enojo estúpido, egoísta, que no sé si es por ella o por mí.
Yo la ascendí.
Yo le di ese puesto porque se lo ganó.
Porque es brillante, precisa, apasionada.
Porque desde que llegó, la revista ha crecido más de lo que imaginé.
Pero no la ascendí solo por eso, ¿verdad?
No.
La ascendí porque me negaba a perderla.
Porque necesitaba una excusa para seguir teniéndola cerca.
Para seguir escuchando su voz en las reuniones, para justificar que mi mirada se detuviera un segundo más de lo debido.
Y ahora todo eso me pesa.
Cada decisión, cada palabra.
Cada límite que tracé y luego quise romper.
No sé en qué momento dejé de ser su jefe y me convertí en alguien que la observa desde lejos, como un idiota, esperando algo que ya no me pertenece.
Ella parece feliz.
Y Nick…
Nick es exactamente el tipo de hombre que yo nunca seré:
cálido, estable, sencillo.
El tipo de persona que no complica las cosas.
El tipo de hombre que te toma la mano sin miedo.
Yo solo sé destruir lo que toco.
Y lo sé tan bien que la alejé antes de que pudiera probarlo otra vez.
Francis me dijo hoy:
> —Estás insoportable, Morgan. ¿Qué te pasa?
Y no supe qué responderle.
Porque no puedo decirle que me pasa Audrey.
Que me pasa cada vez que sonríe.
Cada vez que pasa frente a mi oficina y finge no mirarme.
Cada vez que su perfume me recuerda lo que no tuve el valor de tomar cuando pude.
Maldita sea.
En dos semanas termina su pasantía.
Y tengo que decidir si la dejo quedarse o no.
Pero ¿cómo voy a seguir viéndola todos los días, sabiendo que pertenece a otro?
¿Cómo voy a fingir profesionalismo cuando mi cabeza se llena de recuerdos cada vez que entra a una reunión?
Podría dejarla ir.
Firmar su carta, agradecerle, y desearle suerte.
Ser el jefe correcto, el hombre correcto.
El que toma decisiones con la cabeza, no con el corazón.
Pero entonces la perdería.
Definitivamente.
Y no sé si estoy listo para eso.
Cierro los ojos y me repito que hice lo correcto.
Que lo hice para protegerla.
Para protegerme.
Para no arruinar su carrera, su futuro, su reputación.
Pero dentro de mí, una voz susurra:
> “Lo hiciste porque tuviste miedo.”
Y tal vez es cierto.
Tuve miedo de lo que podría significar tenerla.
Y ahora tengo miedo de lo que significará perderla.
Mañana la veré de nuevo.
Vendrá con ese vestido beige que usa cuando quiere parecer profesional, aunque no lo necesite.
Y me sonreirá con esa calma que me desarma.
Y yo fingiré que todo está bien.
Que no la quiero.
Que no la pienso.
Que no me quema.
Solo quedan dos semanas.
Dos semanas para tomar una decisión que, de una forma u otra, me va a romper.