El último día no se siente como el último día.
No hay discursos, ni flores, ni cajas llenas de recuerdos.
Solo el mismo olor a café, los mismos teclados sonando, las mismas risas a lo lejos…
Y yo, intentando convencerme de que no voy a llorar por un trabajo.
Abro mi correo y ahí está el mensaje:
> “Informe de cierre de pasantía — Audrey Morrison.”
Le doy enviar.
Un clic.
Así de fácil.
Un clic y todo lo que viví aquí se convierte en pasado.
Nick me dice que vayamos a almorzar, que celebremos, que me lo merezco.
Le sonrío. Le digo que sí.
Pero sé que no voy a poder quedarme mucho.
Hay algo que tengo que hacer primero.
A lo largo del día, intento concentrarme en tareas pequeñas.
Revisar textos, responder correos, ordenar carpetas.
Todo se siente mecánico, como una rutina que ya no me pertenece.
Cada tanto, lo veo.
Zade.
En su oficina, de pie frente a la ventana o revisando informes con el ceño fruncido.
No lo miro más de la cuenta, o eso intento, pero siempre termino buscándolo entre los reflejos del vidrio.
Es como si mi mente no supiera que esto se acaba.
Hace días que apenas hablamos.
Todo volvió a ser profesional.
Pulcro. Distante.
Y aun así, cada vez que pasa junto a mí, siento ese cosquilleo estúpido en el pecho que no quiero reconocer.
A las seis, el piso comienza a vaciarse.
Las luces del atardecer se apagan sobre los ventanales.
Nick me acompaña hasta la puerta de la oficina de Zade.
—No tardes —dice con una sonrisa—, te espero abajo.
Asiento, aunque el corazón me late más rápido de lo que debería.
Toco dos veces y entro.
Zade está sentado, el saco colgado en la silla, las mangas arremangadas y la mirada perdida en la pantalla.
Levanta la vista.
Por un momento, ninguno de los dos dice nada.
Solo el sonido de la lluvia que golpea el vidrio detrás de él.
—¿Tienes un momento? —pregunto.
—Claro. Pasa.
Camino despacio hasta su escritorio.
Mis manos tiemblan apenas cuando dejo el sobre sobre la madera.
—Mi carta de cierre —digo.
Él baja la mirada hacia el sobre, pero no lo abre.
Lo observa como si no supiera qué hacer con él.
—Así que hoy termina —dice al fin.
—Sí. Pasó rápido.
Zade asiente, despacio.
—Demasiado rápido.
Su voz suena diferente.
Más baja, más… humana.
Como si algo dentro de él también se negara a cerrar el capítulo.
Me acomodo una hebra de cabello detrás de la oreja.
—Quería agradecerte por todo —digo con una sonrisa pequeña—. Aprendí más de lo que esperaba.
Él me observa un momento, sin responder.
Y luego, en un tono que no sé si es serio o amable, suelta:
—No fuiste una simple pasante, Morrison. Fuiste parte del equipo.
No sé por qué, pero esa frase me desarma un poco.
—Eso significa mucho viniendo de ti —respondo con suavidad.
Zade deja el bolígrafo sobre el escritorio.
—Tienes algo que no se enseña.
—¿Algo?
—Instinto. Pasión. Lo ves todo desde un ángulo distinto. No siempre es perfecto, pero… es auténtico.
Sonrío, bajando la mirada.
—Supongo que a veces la autenticidad también mete la pata —bromeo.
Él se ríe, apenas.
Una risa casi inaudible, pero suficiente para hacerme olvidar que esto debería ser una conversación de despedida.
—Sí —admite—, pero también es lo que hace que la gente te lea. Y eso… no lo tiene cualquiera.
Su sinceridad me desconcierta.
Zade Morgan, el hombre que mide cada palabra, ahora me mira como si dijera algo que no planeaba confesar.
Me cruzo de brazos, intentando no parecer nerviosa.
—¿Y tú? —pregunto, sin pensarlo—. ¿Siempre supiste que ibas a llegar hasta aquí?
Zade se inclina hacia atrás, pensativo.
—No.
—¿Entonces?
—Solo trabajé hasta que el ruido afuera se volvió más fuerte que el que tenía dentro.
Esa frase se me queda grabada.
Porque entiendo exactamente a qué se refiere.
Porque yo también tengo ruido dentro.
Lo miro, y por un instante, él también me sostiene la mirada.
Hay algo distinto en sus ojos. No sé si es cansancio, o nostalgia, o una verdad que se rehúsa a salir.
—Audrey —dice de pronto—.
—¿Sí?
—He estado pensando en tu pasantía.
Mi corazón se detiene un segundo.
No sé si va a decir “gracias y suerte” o algo más.
—Y creo que sería un error dejarte ir —añade.
Parpadeo.
No entiendo si escuché bien.
—¿Perdón?
Zade se inclina hacia adelante.
—Quiero ofrecerte un puesto fijo. No como pasante. Como parte del equipo de redacción.
Siento un nudo en la garganta.
—¿En serio?
—Sí. Has hecho más por esta revista en tres meses que muchos en un año. Las métricas de lectura subieron, las campañas mejoraron, y tu nombre empieza a ser reconocido.
Me cuesta procesarlo.
Una parte de mí quiere gritar, abrazarlo, llorar.
Pero lo único que logro decir es:
—Gracias. De verdad.
Él asiente, serio, pero hay una leve sonrisa en su rostro.
—No me agradezcas. Te lo ganaste.
Nos quedamos en silencio unos segundos.
Solo se escucha la lluvia y el tic-tac del reloj.
Y luego, como si lo dijera sin querer, murmura:
—Me alegra que no te vayas todavía.
Levanto la vista.
Sus ojos me buscan, y por un momento, se siente como si el tiempo se detuviera.
Como si el mundo entero se quedara quieto entre nosotro
Cuando salgo de su oficina, el pasillo está vacío.
El reflejo del vidrio me devuelve mi rostro, entre sorprendido y tembloroso.
Abajo, Nick me espera con el paraguas en la puerta, pero antes de ir hacia él, miro una vez más hacia arriba.
Zade sigue ahí.
Apoyado en el marco de la ventana, mirándome.
Y aunque la lluvia borra casi todo, lo sé: esa mirada dice más que cualquier despedida.