El sonido de la lluvia golpeando los ventanales del piso treinta y cinco siempre me ha parecido relajante.
Hasta hoy.
Esta noche, solo suena como un recordatorio de todo lo que intento callar.
Apoyo los antebrazos sobre el escritorio, observo los edificios que se pierden entre la neblina y me obligo a concentrarme en los informes pendientes.
Pero mi cabeza no deja de volver a ella.
Audrey Morrison.
El nombre retumba en mi mente con la precisión de un titular que se repite en cada página.
No era mi intención ofrecerle el puesto hoy.
Ni siquiera estaba seguro de hacerlo.
Pero cuando entró a la oficina —con esa mezcla de nervios y determinación, sosteniendo el sobre con las manos temblorosas—, algo dentro de mí se quebró.
Y antes de que pudiera medir mis palabras, ya había decidido quedársela.
No fue solo por mérito, aunque sé que lo merecía.
Fue por algo que no sé explicar.
Algo que tiene que ver con la forma en que ella mira el mundo, o en cómo logra que los demás lo miren también.
Con cómo sus textos logran lo que yo olvidé que la escritura podía hacer: sentir.
—★‹🥀›★—
El ascensor se abre en el vestíbulo privado del penthouse.
Eva está en la cocina, terminando de guardar la cena.
El aroma a romero y pan recién hecho todavía flota en el aire.
—Llegas tarde —dice sin mirarme, como si el reloj marcara su verdad.
—Lo sé.
Ella me lanza una mirada por encima del hombro.
Tiene el cabello canoso recogido en un moño desordenado y la expresión paciente de quien me conoce demasiado bien.
—¿Cenaste?
—No tenía hambre.
—Mentiroso. —Suspira—. Francis te vio salir de la oficina con esa cara de “no me hablen”. Y cuando tienes esa cara, siempre terminas comiendo algo.
Sonrío apenas.
—No esta vez.
Eva se limpia las manos en el delantal y se apoya en el mesón.
—¿Trabajo?
—Algo así.
Ella me observa en silencio unos segundos, como si intentara adivinar qué hay detrás de mi tono.
—Zade —dice al fin—, si vas a pasarte la vida entera trabajando para evitar pensar, al menos elige en qué no quieres pensar.
No respondo.
No porque no tenga palabras, sino porque las que tengo no son seguras.
Subo al estudio.
Las luces son tenues, el espacio ordenado hasta el extremo: estanterías alineadas, un sofá gris, un piano cerrado desde hace meses.
Todo parece un museo de mi propio control.
Y aun así, esta noche nada me parece suficiente para mantener la calma.
Me sirvo un whisky y me dejo caer en el sillón frente al ventanal.
La ciudad brilla bajo la lluvia como un tablero de luces intermitentes.
Podría quedarme horas así, mirando sin ver, recordando cada detalle que intento olvidar.
Su voz.
Su risa contenida.
La forma en que baja la mirada cuando se siente fuera de lugar.
La manera en que escribe como si tuviera que vaciarse para poder respirar.
Hay algo en Audrey que no encaja en el mundo en el que me muevo, y justo por eso, me descoloca.
Es desorden en mi orden.
Ruido en mi silencio.
Luz en un lugar donde ya me acostumbré a no mirar.
Intento convencerme de que todo esto es profesional.
De que la ascendí porque la empresa la necesita.
Que es lógica, estrategia, rendimiento.
Pero sé que miento.
No fue estrategia cuando sentí alivio al verla sonreír.
No fue lógica cuando me descubrí esperándola en los pasillos solo para oírla decir “buenos días”.
Y definitivamente no fue trabajo lo que sentí cuando creí que su pasantía terminaba y que se iría para siempre.
Escucho pasos en el pasillo. Francis, mi chofer, siempre sube a despedirse antes de irse.
—¿Va a necesitar el coche mañana temprano, señor Morgan? —pregunta desde la puerta.
—Sí. A las siete.
—¿A la oficina?
Asiento.
Él sonríe con discreción.
—Eva dice que la tormenta durará toda la noche. Tal vez mañana amanezca más tranquilo.
—Eso espero.
Francis duda un segundo antes de irse.
—Zade… —murmura—. A veces las tormentas no son para esconderse, sino para limpiar lo que uno no se atreve a mirar.
Lo dice y se va, dejándome con ese eco imposible de ignorar.
Vuelvo al ventanal.
La lluvia cae con fuerza.
En algún momento, dejo el vaso a un lado y paso una mano por el cuello, intentando aliviar la tensión.
Me pregunto si Audrey estará en su departamento, si también la lluvia la mantiene despierta.
Si sabe lo cerca que estuve de dejarla ir.
Y si alguna vez podrá entender que fue ella quien me recordó que incluso el control más férreo puede ceder ante algo tan simple como una mirada.
El reloj marca la medianoche.
Apago las luces del estudio y, antes de irme, abro el correo.
Hay un mensaje nuevo, sin asunto.
> Gracias, por creer en mí. —A.
No respondo.
No podría hacerlo sin decir más de lo que debo.
Pero me quedo mirándolo largo rato, con una sonrisa que no logro contener del todo.
Apago la pantalla.
El reflejo del vidrio me devuelve una imagen que casi no reconozco: la de alguien que empieza a sentir otra vez.
Y mientras la ciudad se apaga bajo la lluvia, entiendo que el error ya está cometido.
Porque cuando la razón intenta convencerse de que algo es imposible, el corazón suele ir un paso adelante.