Nunca había pensado que alguien como Zade Morgan pudiera cambiar el rumbo de mi vida.
Lo hizo sin prometer nada, sin siquiera sonreír demasiado. Solo con su manera firme de mirar, de ordenar, de confiar.
Hace unos días me ofreció el puesto fijo. Recuerdo sus palabras con la misma claridad con la que se recuerdan los sueños demasiado reales:
> “No quiero que te vayas, Audrey. Eres buena. Y la revista te necesita.”
Nadie me había dicho eso antes. Eres buena.
Esa frase se me quedó grabada en la piel como una caricia que no sé si merezco.
Le di las gracias, claro, con esa torpeza mía que siempre traiciona mis emociones. Pero dentro de mí sentí algo parecido a orgullo… y a miedo.
Zade me observa distinto últimamente. No lo dice, pero lo noto. A veces, cuando paso frente a su oficina, sus ojos se detienen un segundo más de lo normal. O cuando me explica algo, su voz baja apenas, y hay un espacio suspendido entre ambos que ninguno se atreve a llenar.
Pero no puedo pensar en eso. No debo.
Tengo a Nick.
Con Nick las cosas son… más fáciles. Él me hace reír, me invita a salir después del trabajo, y me recuerda que la vida no siempre tiene que doler. En la redacción todos ya saben que somos pareja, y aunque al principio me incomodaba, ahora me dejo llevar.
Hoy, por ejemplo, salimos a cenar. Fue su idea: un restaurante pequeño, con luces cálidas y música suave. Nick me tomó de la mano y me habló de su infancia, de su perro viejo, de su madre que cocina demasiado.
Yo lo escuché, sonreí, asentí…
Pero por dentro, una parte de mí seguía en otro lugar.
No sé si es culpa mía.
Nick es todo lo que alguien podría querer. Dulce, paciente, atento.
Y sin embargo, hay una distancia que no logro acortar.
Cuando me besa, mi mente se llena de ruido. Cuando me abraza, siento ternura, sí, pero no fuego.
Y me odio por eso.
Zade siempre decía que el trabajo revela quién eres.
Yo creí que solo hablaba de profesionalismo, pero empiezo a pensar que hablaba de otra cosa.
De disciplina, de pasión, de esa entrega total que uno solo siente cuando algo —o alguien— le importa demasiado.
A veces, cuando Nick me cuenta algo gracioso y me río, una imagen se cruza en mi mente sin permiso: Zade, inclinado sobre su escritorio, leyendo mis artículos, corrigiendo en silencio, con esa concentración tan suya.
Y el corazón me da un pequeño vuelco que finjo no notar.
Esta noche, mientras volvemos en taxi, Nick se queda dormido apoyado en mi hombro. Afuera, las luces de la ciudad se reflejan en las ventanas como una lluvia de oro.
Yo miro hacia la oscuridad y pienso que, de alguna forma, he llegado lejos.
Ya no soy la pasante insegura que se escondía tras el monitor, ni la chica que temblaba cada vez que Zade le dirigía la palabra.
Ahora tengo un trabajo, un título, un lugar.
Y sin embargo… sigo sintiendo ese vacío, esa sensación de que algo falta.
Algo que no puedo nombrar.
Algo que, si me permitiera sentirlo, podría arrasarlo todo.
Cuando llego al apartamento, me quito los tacones y me dejo caer en el sofá.
El teléfono vibra con un mensaje de Nick:
> “Gracias por esta noche. Te adoro.”
Sonrío. Respondo:
> “Yo también.”
Pero apenas lo envío, me quedo mirando la pantalla en silencio.
El reflejo de mi rostro me devuelve una pregunta que intento evitar:
¿De verdad lo hago? ¿O solo quiero convencerme de que sí?
Cierro los ojos.
Y, sin querer, pienso en Zade.
En su voz grave, en su manera de mirar sin decir nada, en el modo en que me hace sentir vista de verdad.
Y odio que mi corazón lata más rápido solo por imaginarlo.