Algunas decisiones duelen más cuando son correctas.
Y dejarla ser, dejarla tener su propio lugar en el mundo… fue la mía.
O al menos eso intento repetirme cada vez que la veo reír con Nick.
Audrey ya no es la pasante que apenas levantaba la vista del escritorio.
Ahora es la jefa de redacción. Tiene una voz firme, una sonrisa más segura, y ese brillo en los ojos que hace que todos la escuchen.
La revista nunca había estado tan viva.
Las cifras suben, los lectores aumentan, las marcas se pelean por aparecer en nuestras páginas.
Y cada número que imprimimos es una prueba de que ella… no me necesita.
Eso debería bastarme.
Pero no lo hace.
La observo desde mi oficina, a través del vidrio.
Ella está riendo, otra vez, con Nick.
Hay algo en esa risa que me rompe. Porque antes —aunque no lo admita— yo la provocaba.
Antes me miraba a mí con esa mezcla de respeto y curiosidad que me mantenía despierto hasta tarde.
Ahora, ese lugar lo ocupa él.
Nick la acompaña a todas partes. Le trae café, le corrige los informes, le hace bromas tontas.
Y ella sonríe.
Sonríe de verdad.
La primera vez que los vi tomados de la mano sentí una punzada tan aguda que tuve que fingir una llamada para no quedarme mirándolos como un idiota.
Después, cuando me enteré de que salían oficialmente, no dije nada.
No podía.
¿Qué derecho tenía?
Ella es libre.
Ella merece alguien que la haga feliz.
Y yo... solo soy el hombre que la observa desde lejos, escondido detrás de su propia culpa.
Francis me dice que trabajo demasiado.
Eva me mira con esa ternura maternal que duele más que cualquier reproche.
—No puedes pasarte la vida solo, muchacho —me dijo ayer mientras servía la cena—. Hasta el vino sabe amargo si no hay quien te lo comparta.
No respondí. Solo asentí y seguí mirando el plato.
La soledad se ha vuelto un hábito.
Mi penthouse es silencioso, casi estéril. Todo está en orden, cada cosa en su lugar, como si el desorden emocional que llevo dentro no tuviera permiso de cruzar la puerta.
A veces el sonido del ascensor es lo único que rompe el aire.
Esta noche, mientras reviso los artículos, escucho su risa de nuevo, lejana, desde la redacción.
Y sin querer, mi mente regresa a aquella noche de lluvia, cuando la llevé a casa.
Recuerdo el olor a café, el ruido del agua golpeando los cristales, y su voz baja cuando dijo “Gracias por no dejarme sola.”
No sabía entonces lo mucho que esas palabras iban a quedarse conmigo.
La quiero.
No hay otra forma de decirlo.
Pero la quiero de un modo que no debo.
Y lo peor es que ella no lo sabe.
Cuando al final del día todos se marchan, ella a veces pasa por mi oficina para dejar los reportes.
Hoy lo hizo.
Golpeó suavemente la puerta y asomó la cabeza.
—Zade, aquí están los informes de la semana.
—Déjalos sobre el escritorio.
Su perfume llenó la habitación.
Estuvo ahí solo unos segundos, pero fueron suficientes para que todo dentro de mí se tensara.
Cuando salió, mi oficina volvió a oler a nada.
Cierro los ojos y respiro hondo.
Podría pedirle que se quede. Podría inventar una excusa, cualquier cosa. Pero no lo hago.
Porque si digo una palabra de más, todo se desmorona.
Ella merece una vida sencilla, ligera.
Yo soy demasiado oscuro para eso.
A veces pienso en lo fácil que sería dejarla ir. Terminar el contrato, recomendarla en otra editorial, borrarme de su historia.
Pero no puedo.
Cada logro suyo me llena de orgullo.
Cada sonrisa, aunque no sea para mí, me alivia.
Y, sin embargo, cuando la veo pasar tomada del brazo de Nick, mi pecho se aprieta con algo que no sé si es celos o tristeza.
Quizá ambas.
La ventana frente a mí refleja mi propia imagen: traje, corbata, una expresión vacía.
Y por un instante me doy cuenta de que, en toda mi vida, nunca había querido algo tan imposible.
Apago las luces de la oficina y me quedo mirando la ciudad.
Las luces de los edificios parpadean como estrellas cansadas.
Ella también debe estar mirando alguna, desde su apartamento.
Tal vez esté riendo. Tal vez no piense en mí.
Y eso debería bastarme.
Pero no basta.
Nunca bastará.