No sé en qué momento cambió.
Tal vez fue gradual, como esas grietas que se abren en silencio en las paredes hasta que un día te das cuenta de que ya no son pequeñas.
Zade ya no me mira igual.
O tal vez sí, y soy yo la que está empezando a mirar diferente.
Desde que me ofreció el puesto fijo, todo parece más ordenado, más estable.
Tengo un sueldo, una oficina pequeña con vista a la calle, mi nombre en una placa de vidrio, y un equipo que confía en mí.
Debería sentirme realizada.
Y, de algún modo, lo hago.
Pero también hay algo… que me pesa.
Algo que no tiene nombre.
Nick dice que trabajo demasiado. Que ya no reímos tanto como antes.
Y tiene razón.
Últimamente todo me cuesta.
Sonrío, converso, entrego mis informes, pero hay una parte de mí que parece haberse quedado estancada en otra frecuencia.
Cada mañana, cuando llego a la revista, lo primero que hago —sin querer hacerlo— es buscarlo.
Zade.
A veces está en su oficina, revisando documentos con esa expresión impenetrable. Otras, está al teléfono, hablando con tono bajo y firme, como si el mundo dependiera de sus palabras.
Y cuando levanta la vista, aunque solo sea un segundo, siento ese nudo en el estómago.
Esa mezcla absurda de nervios y calma, de miedo y consuelo.
No hablamos tanto como antes.
Antes me preguntaba cómo me sentía con los proyectos, si necesitaba ayuda, si había dormido.
Ahora, nuestras conversaciones se limitan a lo estrictamente laboral: “revisa esto”, “aprueba aquello”, “buen trabajo, Morrison”.
Formal. Frío. Distante.
Y sin embargo, hay algo en su mirada que dice lo contrario.
Hoy, por ejemplo, tuvimos reunión de cierre.
Él estaba serio, como siempre, sentado al extremo de la mesa.
Yo expuse los avances del mes, con la voz temblando un poco al principio, pero luego todo fluyó.
Cuando terminé, Zade asintió, sin apartar la vista de mí.
—Excelente trabajo, Audrey —dijo.
Solo eso.
Pero fue suficiente para que mi corazón se desacomodara.
Después, cuando todos salieron, él se quedó unos segundos mirando los papeles sobre la mesa.
Yo estaba guardando mis cosas, y sentí su mirada.
No tuve el valor de levantar la cabeza.
Solo dije un “buenas noches” antes de irme, y juro que escuché cómo respiraba más fuerte, como si también quisiera decir algo y no pudiera.
Nick me esperaba afuera. Me abrazó, me habló de una cena con amigos, de planes para el fin de semana.
Yo sonreí, asentí, fingí escuchar.
Pero mi cabeza seguía en esa sala, con Zade, con su silencio.
Hay algo en él que me inquieta.
No porque me asuste, sino porque me recuerda a mí.
Esa manera de callar lo que duele, de fingir control cuando por dentro todo quema.
A veces pienso que ambos estamos hechos del mismo vacío, solo que él aprendió a esconderlo mejor.
Por las noches, cuando llego a casa, me cuesta dormir.
Nick suele quedarse conmigo hasta tarde, mirando películas, haciendo lo posible por mantenerme cerca.
Y yo lo intento.
Intento quererlo como se merece.
Intento sentir lo que debería sentir.
Pero a veces, cuando se duerme, me quedo mirándolo y siento una tristeza que no entiendo.
Como si mi corazón estuviera en otra parte.
Hoy llovió toda la tarde.
Las luces de la ciudad se reflejan en los charcos del asfalto, y la revista huele a café y papel húmedo.
Zade pasó por mi oficina un momento antes de irse.
—Recuerda enviarme el informe de publicidad —me dijo.
—Lo haré antes de las diez.
Asintió.
Y cuando se dio media vuelta para irse, me miró otra vez.
Esa mirada.
Esa que parece decir más de lo que debería.
Quise detenerlo. Preguntarle si estaba bien, si algo pasaba.
Pero no lo hice.
Solo lo vi alejarse, y sentí un vacío extraño.
No sé qué es esto.
No sé por qué me importa tanto alguien que, supuestamente, no debería importar.
Quizá sea el modo en que me escucha sin decir nada.
O el modo en que parece ver cosas que los demás ignoran.
Quizá sea simplemente que, por primera vez en mucho tiempo, alguien me mira como si existiera de verdad.