Inédito

Capítulo 33

La lluvia todavía no se ha detenido.
Golpea los ventanales del penthouse con una cadencia hipnótica, como si quisiera recordarme que hay cosas imposibles de silenciar.
La ciudad brilla allá abajo, difusa por el agua, y yo sigo aquí, con la chaqueta colgada en el sofá, una copa de whisky medio vacía y demasiadas ideas que no llevan a ningún lugar.

Eva ya se ha ido hace horas.
Francis también.
El apartamento está tan perfectamente ordenado que parece una maqueta: blanco, pulcro, sin rastros de vida.
Un espacio hecho para existir, no para vivir.

Y sin embargo, cada vez que vuelvo, el silencio pesa un poco más.

Apoyo los codos sobre las rodillas, paso una mano por el cabello y me obligo a no pensar en ella.
Audrey.
El nombre se cuela entre mis pensamientos como un hilo persistente que no sé cómo cortar.

No debería importarme.
Ella tiene su vida, su mundo, su novio.
Y yo… tengo mi empresa, mi rutina, mi lista de excusas perfectamente estructurada.

Pero a veces la veo caminar por la redacción con esa expresión concentrada, con el ceño fruncido cuando corrige un texto, o cuando sonríe sin darse cuenta.
Y todo se desordena.
Es ridículo.
Inaceptable.
Y completamente inevitable.

Me repito que fue buena decisión ascenderla.
Que se lo ganó.
Que nadie trabaja con tanta pasión y precisión como ella.
Desde que está al mando de redacción, las cifras se duplicaron, los lectores aumentaron y las colaboraciones internacionales se multiplicaron.
Es brillante.
Más de lo que ella misma cree.

Y sin embargo, cuando firmé el contrato de su puesto fijo, lo hice con un nudo en el estómago.
Porque supe que, al hacerlo, estaba dándole una razón más para quedarse cerca… y a mí, una razón menos para mantener distancia.

Bebo un trago más de whisky.
La garganta arde, pero no lo suficiente.
Nada quema tanto como verla sonreírle a alguien más.

La imagen se repite: Audrey, riendo con Nick en el pasillo, con esa risa limpia, despreocupada.
Y luego yo, irrumpiendo como un idiota, fingiendo autoridad cuando lo que en realidad sentía era celos.
Sí, celos.
La palabra me da asco y vértigo al mismo tiempo.

Francis solía decirme que no hay nada más peligroso que el silencio de alguien que reprime lo que siente.
Y creo que tenía razón.
Porque llevo semanas reprimiendo demasiado, y el silencio está empezando a doler.

Camino hacia el ventanal.
La lluvia dibuja reflejos sobre el suelo de mármol.
Desde aquí puedo ver los rascacielos, los anuncios luminosos de NOVA en la distancia, como recordándome todo lo que construí y todo lo que tuve que perder para hacerlo.

A veces me pregunto si valió la pena.
Si la soledad es el precio justo del éxito.
Porque hay noches, como esta, en las que cambiaría todos mis logros por una conversación sincera, una compañía que no se sienta prestada.
Y ella…
Ella tiene esa manera de hacer que las cosas más simples parezcan refugios.

Cuando llega a mi oficina con un borrador nuevo, siempre se queda de pie unos segundos, insegura, observando mi reacción antes de hablar.
No lo nota, pero es en esos segundos donde más la admiro.
Por su autenticidad, por su torpeza, por su honestidad brutal.

Y luego está esa mirada.
Esa forma en que me ve, como si realmente me viera.
No como el CEO, ni el fundador, ni el tipo que tiene respuestas para todo.
Sino como un hombre que, tal vez, está tan perdido como ella.

Me río sin humor.
Demasiado tarde para dar un paso.
Demasiado pronto para olvidarla.

En dos semanas termina su pasantía formal, aunque ya tiene el puesto asegurado.
No debería importarme, pero lo hace.
Porque sé que, si sigue aquí, voy a seguir cruzando esa línea invisible.
Y si se va… voy a perder algo que ni siquiera tuve.

La lluvia arrecia.
Apoyo la frente contra el vidrio frío y cierro los ojos.

A veces pienso que la vida tiene un sentido del humor cruel.
Me dio todo lo que siempre quise, justo cuando ya no sé qué quiero.

Audrey me cambió la forma de mirar las cosas.
No con grandes gestos, sino con detalles: con sus silencios incómodos, sus preguntas sinceras, su manera de escribir desde el dolor sin saber que lo hace.

Me pregunto si lo sospecha.
Si ha notado que, cada vez que la llamo por su apellido, lo hago para mantenerme a salvo.
O si ha sentido que la miro más tiempo del que debería.

Quizá lo sabe.
Quizá solo finge no verlo.

El reloj marca la medianoche.
Debería dormir, pero no puedo.
Cierro los ojos y la veo ahí, frente a mí, sonriendo con esa timidez que me desarma.

Y por un segundo, deseo que el mundo sea distinto.
Que no haya líneas, ni reglas, ni miedos.
Solo ella y yo, en un lugar donde no tengamos que fingir que no pasa nada.

Pero el mundo no funciona así.
Y yo ya aprendí que lo que más se desea suele ser lo que menos se puede tener.




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