La lluvia cae otra vez.
Siempre lo hace cuando necesito silencio, aunque nunca trae el que busco.
Desde mi apartamento, las luces de la ciudad parecen desdibujadas, como si todo estuviera envuelto en la misma neblina que tengo en la cabeza.
Apoyo los codos en el barandal del balcón y cierro los ojos.
Intento no pensar en ella.
Fallé.
Audrey.
Siempre Audrey.
Su nombre se repite como un eco que no sé cómo callar.
La veo todos los días, y cada día duele un poco más.
No por lo que dice, sino por lo que no dice.
Por lo que ya no hay entre nosotros.
O lo que nunca hubo realmente, aunque yo lo sintiera como si sí.
Hace dos semanas aceptó el puesto fijo que le ofrecí.
Recuerdo su sonrisa, la forma en que sus ojos brillaban.
Y recuerdo también el nudo en la garganta que tuve que tragar cuando me dio las gracias con esa dulzura que me desarma.
Ella estaba feliz.
Y yo… también, supongo.
O eso me repetí.
Pero verla tan cerca de Nick, reír con él, apoyarse en él, me parte algo dentro.
Algo que no debería existir.
No tengo derecho a sentir esto.
Soy su jefe.
Y fui yo quien decidió poner esa distancia.
Yo quien no hizo nada cuando pudo.
La dejé ir.
Y ahora la veo desde el otro lado del cristal, con alguien más.
Me duele.
Más de lo que admitiría.
Más de lo que pensé que podría doler algo así.
Bebo un trago de whisky. Arde, pero no lo suficiente.
Nada arde tanto como verla mirarlo a él de la forma en que alguna vez me miró a mí.
A veces me pregunto qué habría pasado si la hubiera detenido aquella noche, si le hubiera dicho lo que realmente sentía, si no me hubiera dejado vencer por el miedo y la culpa.
Pero la vida no se construye con “si hubiera”.
Y ahora es demasiado tarde.
En dos semanas termina su pasantía.
Después, podría quedarse… o podría irse.
Y yo tendría que decidirlo.
Dejarla seguir aquí, o dejarla ir del todo.
No sé cuál de las dos cosas sería peor.
Apoyo la frente contra el vidrio frío.
Intento recordar cómo era mi vida antes de que llegara.
Vacía, sí.
Pero tranquila.
Y ahora todo es un caos disfrazado de calma.
Hoy, en la reunión, la vi dudar antes de salir.
Me preguntó si todo estaba bien.
Y respondí que sí.
Mentí.
Porque lo único que no está bien… soy yo.
Quise decirle que no se fuera.
Que me mirara otra vez.
Que me recordara.
Pero no lo hice.
Porque ella tiene a alguien que la hace sonreír.
Y yo no soy quién para arrebatarle eso.
Sigo mirando las luces a lo lejos, preguntándome si en este mismo instante ella también está despierta, si piensa en mí aunque sea un segundo, si su conciencia la traiciona tanto como la mía.
La lluvia se vuelve más fuerte.
Y no sé si quiero que pare.
Tal vez merezco este ruido constante, esta sensación de ahogo.
Tal vez es el castigo por haber sido cobarde.
Audrey me cambió.
Y lo hizo sin siquiera intentarlo.
Ahora, todo lo que era fácil dejó de serlo.
Y cada decisión parece tener su rostro grabado.
Cierro los ojos y dejo que la lluvia golpee el cristal, como si pudiera borrar su nombre de mi mente.
Pero no lo hace.
No lo hará.
No mientras siga sintiendo que, de alguna forma, ya la perdí sin haberla tenido nunca.