El sol de Bilbao se siente distinto.
No quema. Envuelve.
Es ese tipo de calor suave que hace que la ciudad parezca un lugar completamente nuevo, como si no fuera la misma que ayer estaba cubierta por una cortina de lluvia.
Despierto con el sonido de la ciudad colándose por las cortinas.
Autos, voces, una música lejana.
Por primera vez en semanas, no me duele despertar.
Solo me pesa un poco el pecho, pero ya no es ese peso que ahoga: es más leve, como si algo —o alguien— lo hubiera sostenido por mí sin que me diera cuenta.
Me preparo rápido.
Una falda beige, camisa blanca, el cabello recogido a medias.
Cuando bajo al lobby, Zade ya está ahí, revisando su teléfono con una taza de café entre las manos.
Tiene los lentes puestos y la manga de la camisa arremangada.
Esa imagen que no debería importarme tanto, pero que lo hace.
Demasiado.
—Buenos días —digo, y su mirada sube al instante.
—Morrison —responde con esa media sonrisa casi imperceptible—. Puntual. Empiezo a creer que el viaje te está cambiando.
—O solo me da miedo que me deje el vuelo de regreso —bromeo.
Él suelta una risa suave.
Y por un segundo, todo se siente fácil.
Como si no fuéramos jefe y empleada, como si no existiera la línea invisible que separa nuestros mundos.
La reunión con los empresarios de la nueva compañía se extiende más de lo previsto.
Zade domina la sala como si fuera suya, con esa calma que desarma, con esa seguridad que me obliga a admirarlo en silencio.
Y mientras hablo sobre el enfoque editorial del artículo, lo noto mirándome de una forma diferente: no como un superior evaluando mi trabajo, sino como alguien que realmente escucha.
Cuando todo termina, uno de los socios propone una cena de cortesía.
Zade acepta, pero al salir del hotel, me dice:
—No te preocupes, no será formal. Ni siquiera es una cena de negocios.
—¿Y tengo que ir? —pregunto, medio riendo.
—Sí —responde con ironía—. Necesito a alguien que haga de barrera cuando intenten convencerme de un acuerdo imposible.
Acepto, aunque una parte de mí sabe que no se trata solo de eso.
—★‹🌊·🌺›★—
El restaurante es pequeño, con luces cálidas y mesas de madera.
Pedimos vino, algo que casi nunca hago, y el ambiente se vuelve más ligero, más íntimo.
La conversación empieza sobre trabajo, pero pronto deriva hacia cosas que jamás imaginé hablar con él.
—Nunca te tomé por alguien que disfruta del ruido —dice Zade, girando la copa entre los dedos.
—No lo disfruto —admito—, solo me ayuda a no escucharme tanto.
Él asiente, sin sorpresa.
—Yo lo evito por la misma razón.
Nos reímos los dos, y por primera vez, siento que lo entiendo.
No al hombre de la revista, sino al que está detrás.
Al que mira a los demás sin dejar que nadie mire dentro.
Pasamos más de dos horas ahí, entre anécdotas, silencios y esa tensión suave que ya no asusta tanto.
Cuando salimos, la noche está tibia, el aire huele a jazmín y a verano.
Zade se detiene junto al auto, pero no abre la puerta de inmediato.
—No debí traerte —dice, mirándome con esa seriedad que siempre usa cuando va a decir algo que importa—. No si iba a mezclar las cosas.
—¿Las cosas? —repito, sin entender.
Él suspira.
—El trabajo, Audrey. Y… lo demás.
Ese “lo demás” queda suspendido entre nosotros.
Incompleto, como si terminarlo fuera demasiado peligroso.
—Yo puedo separar las cosas —respondo, aunque ni yo me creo.
Zade sonríe, apenas.
—No estoy tan seguro.
Y entonces abre la puerta para mí.
No dice más.
Pero cuando su mano roza la mía, todo se detiene por un segundo.
El calor, la noche, el ruido de la ciudad.
Todo.
Y sé que esa línea que siempre intentamos mantener está a punto de borrarse.
Esa noche, en el hotel, no puedo dormir.
No por tristeza, ni por nostalgia.
Sino por la sensación extraña de que algo cambió entre nosotros.
Sutil, imperceptible, pero real.
Y aunque no haya pasado nada, hay algo en mí que ya no quiere fingir que no siente.