Despierto con el sonido insistente del teléfono del hotel.
Tardo unos segundos en recordar dónde estoy, y otros más en procesar la voz de la recepcionista del otro lado.
—Señorita Morrison, lamentamos informarle que todos los vuelos hacia Madrid y Barcelona han sido cancelados por contingencia meteorológica.
Me incorporo lentamente.
—¿Contingencia? Pero… ayer hacía calor.
—Sí, lo sabemos. Una tormenta eléctrica afectó el sistema de control aéreo. Estimamos que los vuelos se reanuden en tres o cuatro días.
Cuatro días.
Respiro hondo, mirando la maleta a medio desarmar y la cortina que deja entrar el sol.
Cuatro días más aquí.
Cuatro días más… con él.
Cuando bajo al desayuno, Zade ya está ahí.
Sin laptop, sin teléfono, sin traje.
Camisa blanca sin abotonar del todo, mangas arremangadas y un gesto más relajado de lo habitual.
Su versión fuera del trabajo parece una rareza; un secreto que el resto del mundo no conoce.
—Supongo que ya te avisaron —dice, apenas alzo la mano en saludo.
—Sí. Cuatro días.
—Podría ser peor —responde, sirviéndose café—. Podríamos estar atrapados en un aeropuerto.
—O con peor compañía —añado, intentando sonar ligera.
Él me mira, y sonríe apenas.
—No creo que haya compañía mejor.
La frase queda flotando entre el aroma del café y el sonido de los cubiertos.
Mi pecho se encoge, no por tristeza, sino por ese tipo de sensación que te recuerda que estás viva.
A falta de oficina, el día se siente infinito.
Zade propone que salgamos a recorrer el casco antiguo.
Dice que necesita “pensar lejos de las pantallas”.
Yo acepto, aunque sé que lo hago por otras razones.
El sol cae sobre los adoquines y el aire huele a pan recién hecho.
Caminar junto a él sin hablar de trabajo se siente raro, casi prohibido.
Zade observa todo con una calma que no le había visto antes; se detiene frente a librerías, mira escaparates, se ríe de un niño que persigue una paloma.
Y yo, por primera vez, lo veo vivir.
En una terraza, nos sentamos a almorzar.
Pedimos tapas y vino blanco.
La conversación fluye sin esfuerzo.
Hablamos de lo que nos gustaría hacer si pudiéramos desaparecer del mapa por unos días.
—¿Y tú? —pregunta él, girando la copa entre los dedos.
—Dormir sin poner alarma. Y escribir algo que no tenga que mostrarle a nadie.
—Eso suena a libertad —dice.
—¿Y tú? —pregunto.
—Aprender a no controlar todo.
Me río.
—Eso sería como pedirle a un río que deje de moverse.
Zade levanta la vista.
—O a ti que dejes de sentir tanto.
Su voz es tranquila, pero sus ojos… sus ojos dicen otra cosa.
Una que no quiero, pero necesito entender.
—★‹🌊·🌺›★—
Por la tarde, el calor se intensifica.
Nos refugiamos en una pequeña galería con aire acondicionado y arte moderno.
Él se detiene frente a una pintura abstracta: tonos dorados y grises mezclados con trazos violentos.
—Me recuerda a ti —dice sin pensar.
—¿Caótica?
—No —responde, con una media sonrisa—. Difícil de entender al principio, pero imposible de ignorar.
Mi corazón da un vuelco tan fuerte que temo que se escuche.
No digo nada.
Solo miro el cuadro y dejo que el silencio hable por nosotros.
Al anochecer, el hotel parece otro.
Las luces doradas iluminan el pasillo y el aire acondicionado alivia el calor.
Zade me espera frente al ascensor.
—Cenamos abajo —dice, casual, como si no fuera una invitación.
Y de alguna forma, termina siéndolo.
Durante la cena, el ambiente se vuelve más íntimo que la noche anterior.
No hay socios, ni contratos, ni máscaras.
Solo dos personas que se ríen de lo mismo, que se miran más de lo que deberían.
Hay momentos en los que olvido quién es él.
Y otros en los que lo recuerdo demasiado.
Cuando regresamos al piso, el pasillo está vacío.
Nos detenemos frente a nuestras habitaciones.
Podría despedirme.
Debería hacerlo.
Pero algo me detiene.
—Gracias —le digo al fin.
—¿Por qué?
—Por no tratarme como una carga.
Él me mira, serio.
—No podría. No cuando eres justo lo contrario.
Su voz es baja, casi un susurro.
Y hay un segundo —uno solo— en el que todo parece inclinarse hacia algo que no debería pasar.
Un paso más, una palabra más… y el mundo cambiaría.
Pero él se aleja primero.
Solo dice:
—Descansa, Morrison. Mañana será otro día.
Y se va.
Me quedo ahí, apoyada en la puerta, sintiendo el calor del pasillo y ese tipo de tristeza bonita que solo llega cuando lo que quieres está a medio camino de ocurrir.
Esa noche escribo.
No para la revista.
No para nadie.
Solo para mí.
Y sin darme cuenta, la primera frase que sale es:
> “A veces, el destino no te encierra para castigarte, sino para obligarte a mirar lo que llevas tiempo evitando.”
Y por primera vez en mucho tiempo, sonrío al escribirlo.