En la mañana le propuse a Audrey que fuéramos en yate a una isla, ella aceptó.
Llegamos hace unas horas,nos instalamos en el hotel, mi habitación es amplia con una vista al mar, hermosa.
La noche cayó despacio sobre la isla, como si también ella se negara a terminar.
El aire huele a sal y a fuego recién apagado, y el murmullo del mar se mezcla con una calma que no siento.
Camino por la arena húmeda, con los zapatos en la mano.
El calor del día todavía flota, pesado, pegándose a la piel.
Y entonces la veo.
Audrey.
Sentada en la orilla, con los pies hundidos en la arena y la mirada perdida en el horizonte.
Lleva un bikini negro y el reflejo de la luna dibuja cada línea de su cuerpo, como si la luz supiera exactamente dónde detenerse.
Su espalda… el movimiento leve de su respiración… ese gesto suyo de apartarse el cabello de la cara sin siquiera saber que alguien la observa.
No sé cuánto tiempo paso ahí, quieto, observándola.
Solo sé que respiro más lento, que el corazón late como si tuviera prisa y que no debería estar aquí.
Ella no me ve.
O tal vez sí, y finge que no.
Audrey tiene ese talento: el de fingir que nada le afecta cuando por dentro está temblando.
Doy un paso más. La arena cruje bajo mis pies y ella se gira apenas, el cabello moviéndose con el viento.
Nuestras miradas se cruzan.
Un segundo.
Tal vez dos.
Pero algo cambia.
No hay palabras.
Solo la tensión, flotando entre los dos, tan real que podría tocarla.
Sus ojos tienen ese brillo incierto, mezcla de sorpresa y algo más. Algo que no debería estar ahí.
Quisiera decir algo, cualquier cosa que rompa el silencio.
Un comentario sobre el clima, sobre el trabajo, sobre el mar.
Pero nada sale.
Y entonces me doy cuenta de lo que estoy haciendo: mirándola como si fuera lo único en lo que vale la pena detenerse.
Me obligo a apartar la vista.
Me repito que ella es mi empleada.
Que tiene a alguien, o al menos lo tenía.
Que esto—todo esto—es una línea que no debo cruzar.
Pero cuando vuelvo a mirarla, sigue ahí, con la piel brillante por el reflejo del agua y esa expresión que me desarma.
Y entiendo, con una claridad incómoda, que ya crucé la línea hace mucho.
El viento sopla fuerte, levantando su cabello y trayendo su voz, suave, apenas un susurro.
—No pensé que vinieras.
Trago saliva.
—No podía dormir.
Ella asiente, sin mirarme del todo.
El silencio regresa, cargado, tenso.
Y por un instante, solo por un instante, pienso en lo fácil que sería acercarme, en lo fácil que sería perderme.
Pero no lo hago.
Porque si doy un paso más, ya no habría regreso.
Así que me quedo ahí, a medio camino entre la razón y el deseo, mirando cómo la marea sube lentamente y la noche, cómplice, nos envuelve a los dos.
Camino hacia ella.
Lento.
Como si cada paso fuera una decisión que no estoy seguro de querer tomar.
El sonido de las olas parece más fuerte ahora, o tal vez soy yo intentando ignorar el latido insistente en mis oídos.
Cuando llego a su lado, Audrey levanta la mirada.
Su expresión no tiene defensas; solo cansancio, curiosidad… y algo que no sé nombrar.
—¿Puedo? —pregunto, señalando la arena junto a ella.
Ella asiente.
Nos quedamos en silencio un momento, mirando el horizonte.
El mar refleja la luna como un vidrio roto.
Su voz llega suave, como si temiera romper la calma.
—¿Alguna vez te has sentido… fuera de lugar?
—Todo el tiempo —respondo sin pensarlo.
Ella sonríe, apenas.
—No lo parece.
—Porque aprendí a fingirlo bien —admito, y me sorprendo de haberlo dicho.
Audrey baja la vista, juega con la arena entre los dedos.
—A veces me pasa que estoy rodeada de gente, y aun así me siento… sola.
—No es “a veces”. —La miro—. Es casi siempre, ¿verdad?
Sus labios se separan un poco, como si no esperara que lo entendiera.
Hay algo en su silencio que me deja sin aire.
No es tristeza.
Es vulnerabilidad.
Y me doy cuenta de que he pasado semanas intentando no mirar demasiado tiempo, no escucharla demasiado, no notarla tanto.
—¿Y tú? —pregunta—. ¿Por qué viniste realmente?
Podría decirle la verdad.
Podría decirle que la busqué con la vista toda la tarde y que no soporté la idea de que estuviera aquí, sola, con esa expresión que me persigue incluso en mis propios pensamientos.
Pero no lo hago.
—Necesitaba pensar —miento, o tal vez no del todo.
Ella asiente, sin presionarme.
Esa es otra cosa que me desconcierta de Audrey: no exige nada, pero logra que quiera darle todo.
El viento sopla fuerte otra vez.
Su cabello se mueve, rozándome el brazo, y es suficiente para romper el último hilo de control que me queda.
—Audrey —digo su nombre como si fuera una advertencia.
—¿Sí?
La miro.
De verdad la miro.
Y el mundo parece reducirse a eso: su rostro iluminado por la luna, sus ojos buscándome, esa respiración temblorosa que intenta mantenerse firme.
No debería sentir esto.
No debería querer esto.
Pero la verdad es que lo hago.
Su mirada se cruza con la mía, sostenida, intensa, como si ambos supiéramos que lo que venga después podría cambiarlo todo.
El silencio pesa.
El mar suena lejano.
Y hay algo en el aire que me arrastra sin remedio.
Ella traga saliva, nerviosa.
Yo me inclino apenas, lo justo para sentir el calor de su piel, para perder la distancia segura que nos quedaba.
Y pienso, sin poder detenerlo:
Necesito besarla.