Inédito

Capítulo 41

Zade.

No lo hago.
No la beso.

Aunque cada fibra de mi cuerpo me lo exige, aunque mi mente grite que ya es demasiado tarde para detenerme.

Porque la veo cerrar los ojos.
Solo un segundo.
Y ese segundo basta para destruirme.

No sé si lo hace porque lo quiere o porque lo teme, pero ese instante me golpea con una verdad que me quiebra por dentro:
no puedo besarla.

No a ella.
No ahora.
No cuando todo lo que soy se construyó sobre no romper las reglas.

Retrocedo apenas, lo justo para recuperar el aire.
Audrey abre los ojos, confusa, vulnerable, como si acabara de despertar de un sueño que no sabe si fue real.

—Zade…
Su voz tiembla. No de miedo. De algo mucho más peligroso.

La interrumpo antes de que pueda decir algo más.
—Es tarde. Deberíamos volver.

Y lo digo con la misma frialdad que me está matando.
Me levanto, me limpio las manos llenas de arena, y empiezo a caminar hacia el hotel.
No miro atrás.
Si lo hago, no me detendría.

El camino de regreso es un castigo silencioso.
La noche se siente más caliente, el aire más espeso.
Cada paso que doy suena como una renuncia.

Cuando llego a la habitación, me dejo caer en el sofá y paso las manos por el rostro.
Cierro los ojos, pero la veo igual.
Sentada en la arena, la piel dorada por la luz de la luna, esa mirada que parecía pedir algo que yo también deseaba.

Dios.
¿En qué momento dejé de verla como mi pasante?
¿Cuándo comencé a mirar a Audrey como una mujer que me desarma?

Intento convencerme de que es solo atracción. Una distracción inevitable.
Pero no lo es.
No puede serlo.
Porque me conozco, y sé que esto… no es físico.
Es emocional.
Y eso lo vuelve infinitamente peor.

Camino hasta el balcón.
El mar se extiende bajo mí, inmenso, inalcanzable.
Y pienso que así es ella.
Un espacio en el que podría ahogarme con gusto.

Escucho un golpe en la puerta.
Su voz al otro lado, suave, dudosa.
—Morgan… ¿puedo pasar?

Tardo unos segundos en responder.
—Adelante.

Audrey entra.
Lleva puesta una camiseta blanca y un pantalón corto, el cabello húmedo por la ducha.
Su presencia llena el espacio como una tormenta contenida.

—Solo quería asegurarme de que estabas bien —dice.
—Debería preguntarte lo mismo.

Nos miramos.
Demasiado tiempo.
Demasiado cerca.

—Lo siento por antes —murmura.
—No tienes por qué disculparte.
—Sí, pero lo haré igual. Porque… no sé qué fue eso.
Sus palabras son un eco de lo que pienso.

Me obligo a mantener la compostura.
Cruzo los brazos, trato de sonar racional.
—Fue un malentendido. Solo eso.
—¿Eso fue lo que fue? —pregunta, con una sonrisa triste.

Y no respondo.
Porque no puedo mentirle sin mentirme a mí mismo.

Ella asiente, como si entendiera lo que no me atrevo a decir.
—Está bien —susurra—. Buenas noches, Morgan.

Da media vuelta, y antes de salir, me mira una última vez.
Esa mirada me atraviesa.
No es reproche.
Es resignación.

La puerta se cierra.
Y en ese silencio, admito por primera vez lo que llevo semanas negando:

La quiero.
Y no tengo idea de qué hacer con eso.

Camino hacia la cama, incapaz de dormir.
La lluvia comienza otra vez, suave, insistente.
Y mientras el sonido llena la habitación, repito en voz baja, como un secreto que duele pronunciar:

—Necesito dejar de pensar en ella…
Pero no lo hago.
No puedo.

—★‹🌊·🍾›★—

Audrey.

Salgo de la habitación antes de que pueda cambiar de idea.
La puerta se cierra detrás de mí con un clic suave, pero suena como un portazo.

Camino por el pasillo sin rumbo, los pies descalzos, el corazón pesado.
No sé si me rechaza o se protege, pero duele igual.
Es un dolor silencioso, hondo, que empieza en el pecho y se extiende hacia el resto del cuerpo como una corriente fría.

El aire en el pasillo huele a sal y a humedad.
Todo parece más quieto, como si el hotel entero supiera que algo se rompió en el aire hace unos minutos.

Apoyo la espalda en la pared.
Intento respirar.
No puedo.

No sé qué esperaba.
No sé si quería que pasara algo o solo quería entender qué es eso que vibra entre nosotros y que él parece negar.
Pero cuando me miró y no dijo nada, cuando se apartó… sentí como si me arrancaran algo que nunca tuve.

Camino hasta el final del pasillo, donde una ventana deja ver el mar.
La luna se refleja en el agua; parece tranquila, perfecta, y de algún modo me enfurece.
Porque yo no puedo estar tranquila.
Porque nada en mí se siente perfecto.

Me abrazo a mí misma.
Quisiera no sentir tanto.
Quisiera poder cerrar los ojos y no pensar en cómo me miró, en lo cerca que estuvo, en lo que casi pasó y no pasó.

El pecho me duele.
No como un golpe, sino como una presión constante, una mezcla de decepción y tristeza que no encuentro cómo soltar.

Me obligo a caminar de regreso.
Cada paso suena más vacío que el anterior.

Cuando llego a mi habitación, me meto en la cama sin cambiarme.
El sonido del mar entra por la ventana entreabierta, y pienso que ojalá las olas pudieran llevarse esta sensación, arrastrarla hasta donde no la escuche más.

No lloro.
No tengo fuerzas para hacerlo.
Solo miro el techo, intentando convencerme de que mañana será diferente.
Que no voy a pensar en él.
Que no voy a sentir esto.

Pero sé que miento.
Porque incluso en el silencio, su voz, su mirada, su manera de decir mi nombre… todo sigue ahí, repitiéndose como un eco que no puedo callar.

Y cuando finalmente me quedo dormida, lo último que pienso es que ojalá él sintiera, aunque sea por un momento, la mitad de lo que yo estoy sintiendo ahora.




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