Inédito

Capítulo 42

Audrey.

No salgo de la habitación en todo el día.
El sol cambia de posición, las sombras se mueven por el suelo, y yo sigo en el mismo lugar: sentada al borde de la cama, con las piernas cruzadas y la mente hecha un ruido constante.

El teléfono vibra varias veces; mensajes del equipo, recordatorios del itinerario.
No los abro.
No tengo energía para fingir que me importa.

El hotel es hermoso, casi irreal. Desde la ventana puedo ver el mar golpear la orilla con una calma que me irrita.
Todo allá afuera sigue su curso, perfecto, luminoso… y yo me siento detenida.

Intento leer, pero no puedo concentrarme.
Intento escribir, y solo salen frases torcidas.
Al final cierro el cuaderno y me quedo mirando el techo, mientras la mente se encarga de repetir, una y otra vez, lo que pasó anoche.

Zade.
La playa.
Esa distancia imposible entre nosotros.

—No fue nada —murmuro en voz baja, intentando que suene convincente.
Pero la frase se quiebra antes de salir completa.

Tal vez lo malinterpreté todo.
Tal vez su mirada no significaba nada.
Tal vez yo, con mi costumbre de sentir demasiado, inventé algo donde no había nada.

Lo pienso una y otra vez hasta que se vuelve casi una verdad:
él no me quiso besar.
Él no quiso acercarse.
Y si no lo hizo, es porque no había nada que acercar.

Cierro los ojos y respiro hondo.
El pecho me duele, no como un golpe, sino como una presión constante que se instala sin permiso.
No debería doler tanto algo que no ocurrió.
Y sin embargo, duele.

A media tarde, suena el timbre de la puerta.
No me muevo.
Minutos después, una bandeja aparece frente a mí: comida que alguien dejó en silencio.
Ni siquiera tengo hambre.
Pero me quedo mirando la taza de café; el vapor sube lento, y por un momento pienso que Zade habrá pedido que me lo lleven.

Sacudo la cabeza.
No, no lo hizo.
No es ese tipo de hombre.
Y, si lo fuera, no sería conmigo.

La tarde avanza.
Las olas siguen llegando.
Afuera, los turistas ríen, y aquí dentro el silencio parece agrandarse.
Cada pensamiento es un hilo que me jala hacia abajo: la diferencia de edad, su mundo, mi inseguridad.
Todo me recuerda lo lejos que estamos.

Al caer la noche, me doy una ducha larga.
El agua tibia no calma nada, pero por un rato hace que los pensamientos se callen.
Me miro al espejo: la piel húmeda, el cabello pegado, los ojos cansados.
No sé si me reconozco.

Me pongo una camiseta ancha, me acuesto con las luces apagadas y dejo que el sonido del mar llene la habitación.
Pienso en Zade: en su voz baja, en la manera en que evita hablar de sí mismo, en lo fácil que es olvidarme del mundo cuando él está cerca.

Y entonces me repito lo que necesito creer:
no pasa nada.
No le importo.
Nunca lo hice.

Pero justo antes de dormirme, una parte de mí —esa que nunca aprende— susurra muy bajito que ojalá él estuviera equivocado.
Que ojalá lo que pasó anoche no fuera un final, sino una pausa.

—★‹🌊·🍾›★—

Zade.

No dejo de pensar en ella.
Desde que salió de mi habitación, cada minuto ha sido un recordatorio de todo lo que hice mal.

El día transcurre lento, cargado. Intento concentrarme en los correos, en llamadas que no me importan, en cualquier cosa que no tenga sus ojos mirándome como anoche.
Pero no hay forma.
Audrey está en todas partes.

El sonido del mar entrando por la ventana.
El olor salado del aire.
El eco de su risa cuando aún podía mirarla sin sentir miedo.

Miedo, eso es.
Miedo de lo que siento cuando ella está cerca.
Miedo de no poder detenerme si la toco.
Miedo de romper algo que ni siquiera hemos terminado de construir.

Ella no salió en todo el día. Lo sé porque lo pregunté, aunque no debería.
“Está en su habitación”, me dijo uno del personal.
Y supe, sin que nadie me lo explicara, que era por mí.

La culpa se me instala en el pecho como una piedra.
La rechacé.
O, al menos, eso creyó ella.
Y no hay nada que me atormente más que saberlo.

Porque no fue rechazo.
Fue supervivencia.

Si la hubiera besado anoche, no habría habido marcha atrás.
Y aún así, todo mi cuerpo me grita que debí hacerlo.
Que lo arruiné intentando proteger algo que ya no existe.

El reloj marca las nueve.
La brisa que entra por el balcón trae olor a arena húmeda.
No puedo seguir fingiendo que no me importa.

Camino hasta el pasillo.
Frente a su habitación, todo parece detenido.
El mar suena a lo lejos, la luz cálida del pasillo parpadea un instante, y yo me quedo ahí, con la mano cerrada sobre la puerta, sin atreverme a golpear.

Podría dar media vuelta.
Podría seguir pretendiendo que esto no me importa.
Pero no puedo.

Porque la recuerdo en la playa, con la piel iluminada por la luna, con esa calma que me destrozó.
La recuerdo mirándome como si pudiera verme de verdad.

Y eso fue lo que me quebró.

Golpeo la puerta una vez.
Suave.
Nada.

Golpeo de nuevo.
Más fuerte.
Escucho movimiento del otro lado.

Y cuando su sombra se dibuja bajo la rendija, el corazón me da un vuelco.

No sé qué voy a decirle.
No sé si vendrá rabia, silencio o algo peor.
Solo sé que necesito verla.

Porque llevo todo el día intentando convencerme de que puedo alejarme, y justo ahora, frente a esta puerta, entiendo que ya no puedo hacerlo.

Respiro hondo.
El eco del mar se mezcla con los pasos que se acercan.
Y antes de que la manija gire, una sola idea atraviesa mi mente, tan clara como el golpe de las olas:

No quiero huir de ella otra vez.




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