Inédito

Capítulo 43

Golpean la puerta.
Una, dos veces.
Y aunque sé exactamente quién está del otro lado, mi cuerpo se niega a moverse.

Paso un segundo, luego otro, escuchando el eco de mis propios latidos.
El corazón me late tan fuerte que casi me ahoga.

Cuando por fin abro, lo veo.
Zade está ahí, en el umbral, con la misma expresión que me quitó el sueño anoche. Esa mezcla de culpa y deseo que parece un maldito espejismo.
Tiene la camisa arrugada, el cabello ligeramente húmedo por la brisa marina, y los ojos… esos ojos que me derriten y me destruyen al mismo tiempo.

—Audrey —dice mi nombre como si le doliera.

Y algo en mí se rompe.

—¿Qué haces aquí? —mi voz suena más temblorosa de lo que quisiera—. ¿Vienes a decirme que fue un error? ¿Otra vez?

Zade da un paso, pero yo retrocedo.
No puedo permitir que me toque. No después de lo de anoche.
De su silencio.
De su mirada que decía “te deseo” y sus labios que no se atrevieron a probarlo.

—No vine a discutir —miente, porque siempre que viene, terminamos haciéndolo.

—¿Entonces a qué? —mi respiración tiembla—. ¿A confundirme más? ¿A seguir con este juego donde te acercas y luego te alejas como si estuvieras haciendo un favor al mundo?

Él frunce el ceño, da otro paso, y mi corazón late tan fuerte que parece una amenaza.

—No estoy jugando —dice con la voz baja, contenida, como si cada palabra le costara.

—¿No? —digo con una risa amarga—. Porque se siente exactamente así, Zade.
Se siente como si estuvieras sosteniendo una cuerda y cada vez que intento avanzar, tú la tiras.

El silencio se instala entre nosotros, tan espeso que casi se puede tocar.
Y entonces lo digo.
Lo que llevo tragándome desde hace días, lo que arde desde el momento en que me di cuenta de que no podía competir con lo que él no me daba.

—No puedes mirarme como si me quisieras y luego hacerme sentir que soy un error.
No puedes decir que no juegas… cuando eres el único que mueve las piezas.

Zade cierra los ojos, como si la frase lo golpeara.
Yo sigo. No puedo detenerme.

—No sabes lo que se siente, Zade. No sabes lo que es quedarse sola en una habitación preguntándote qué hiciste mal, o si simplemente no eras suficiente para que te eligieran.
—Audrey…
—No, déjame hablar —mi voz se quiebra, pero no me importa—.
Tú me miras como si fuera algo que quieres, pero actúas como si no lo merecieras.
Y lo peor es que me haces creer que estoy loca por sentir algo que tú empezaste.

Las lágrimas finalmente me ganan.
No son suaves, ni bonitas.
Son de esas que salen porque ya no queda nada más que decir.

Zade da un paso más, lento, como si se acercara a un animal herido.
Su voz suena baja, casi rota.
—No quería hacerte daño.
—Pero lo hiciste —susurro.

El silencio vuelve, y él me mira.
Hay algo en su expresión que parece rendición.
Como si finalmente entendiera el desastre que provocó.

Y entonces, con las lágrimas aún corriendo por mis mejillas, lo digo.
La frase que no planeé, la que simplemente sale, desgarrada, como una confesión sin vuelta atrás:

—No puedes salvarme del dolor que tú mismo causaste.

Zade se queda quieto.
El aire entre nosotros se vuelve denso, insoportable.
Sus ojos bajan a mis labios, y por un instante, juro que va a romper la distancia.

Pero no lo hace.
Solo se queda ahí, mirándome, con el pecho subiendo y bajando, con esa mirada que arde y duele a la vez.

Yo doy un paso atrás.
Él no se mueve.
Y por primera vez, ninguno sabe qué hacer.

La tensión no se disuelve.
Solo queda suspendida.
Como una tormenta que aún no termina de caer.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.