Inédito

Capítulo 44

No duermo.
Ni siquiera lo intento.

El sonido del mar golpeando contra la orilla es lo único que mantiene mi mente ocupada, lo único que evita que piense en cómo se quebró su voz cuando gritó.
Audrey.

La escucho incluso ahora.
Sus palabras todavía flotan en mi cabeza, repitiéndose una y otra vez como si quisieran grabarse a fuego.

> “No puedes jugar así con las personas.”
“No puedes salvarme del dolor que tú mismo causas.”

Y tiene razón.
Dios, tiene tanta razón.

Camino por la habitación del hotel sin rumbo, con la camisa arrugada y las manos temblando.
No sé cuándo fue que la perdí —si fue cuando me acerqué demasiado, o cuando decidí alejarme justo antes de tocarla.
Solo sé que la herí, y que no hay excusa que lo justifique.

Quise protegerla.
De mí, de lo que soy, de lo que siento.
Pero terminé siendo lo mismo que todos: alguien que promete cuidado y termina dejando cicatrices.

La imagen de sus ojos me persigue.
Esa mezcla de rabia y tristeza que no debería haber visto jamás.
Y aún así, lo que más me destruye es que la vi llorar por mí.

Por mi.

Me siento en el borde de la cama, hundiendo el rostro entre las manos.
Mis pensamientos son un ruido constante, una guerra civil entre lo correcto y lo inevitable.
Porque no hay una sola parte de mí que no la desee.
No hay un solo pensamiento que no gire alrededor de ella.

Pero si la toco, si cruzo esa línea, no sé si voy a poder detenerme.
Y eso me asusta más que cualquier otra cosa.

La puerta que nos separa parece tan delgada que casi puedo imaginarla respirando al otro lado.
Puedo verla: con las rodillas abrazadas, el rostro hundido entre sus manos, sintiendo que fue ella quien se equivocó.
Cuando el error fui yo.

Me levanto.
Camino hasta la ventana.
El cielo está oscuro, pero el reflejo del agua ilumina lo suficiente para que vea mi propio rostro en el vidrio.
Y me odio un poco.

Por hacerla sentir menos.
Por no ser capaz de sostener su mirada sin querer besarla.
Por ser un hombre que confunde el control con el miedo.

Cierro los ojos.
Respiro.
Y me repito una mentira que suena casi convincente:

> “Es mejor así.”

Pero entonces recuerdo cómo temblaba su voz, cómo me miró antes de cerrar la puerta.
Y entiendo que no hay “mejor así”.
Solo hay distancia.
Solo hay vacío.
Y el eco de algo que nunca debió empezar, pero que ya es imposible detener.

Me recuesto sin desvestirme.
El techo parece moverse con las sombras del mar.
Y antes de que el sueño me venza, dejo escapar lo único que todavía es verdad:

> “La quiero.”

No debería.
Pero la quiero.




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