Inédito

Capítulo 45

Empaco sin pensar.
Doblo, guardo, cierro.
Como si cada movimiento sirviera para callar el ruido dentro de mi cabeza.

El hotel está en silencio.
Solo se escucha el zumbido del aire acondicionado y el mar rompiendo a lo lejos.
Debería ser una mañana tranquila, pero el aire pesa.
Pesa tanto que cuesta respirar.

Me miro en el espejo mientras recojo mi cepillo del baño.
Tengo los ojos hinchados, la piel pálida y ese gesto cansado de quien no durmió nada.
Y no dormí.
No después de eso.
Después de él.

Cada palabra de anoche sigue repitiéndose en mi cabeza, cada mirada, cada silencio que dijo más que cualquier grito.
Y lo peor de todo es que todavía duele.
No la discusión, no su frialdad.
Duele haber creído, aunque fuera por un segundo, que significaba algo para él.

Cierro la maleta con fuerza.
El clic del cierre suena como un punto final.

Cuando bajo al lobby, Zade ya está ahí.
De pie, junto a la puerta, impecable como siempre.
Su camisa blanca arremangada, el reloj en la muñeca, el cabello ligeramente despeinado.
Tan controlado por fuera que casi parece que anoche no existió.

Levanta la mirada cuando me ve.
Yo también lo miro.
Solo un instante.
Suficiente para sentir que el aire se quiebra entre nosotros.

—¿Lista? —pregunta con voz baja.
Asiento.
No confío en mi voz.

El chofer abre la puerta de la limosina, y subimos.
El silencio dentro del auto es denso, incómodo, insoportable.
Zade se sienta al otro extremo, la mirada fija en la ventana.
Yo hago lo mismo, fingiendo mirar el paisaje, pero en realidad solo estoy evitando mirarlo.

Intentó hablar un par de veces.
Lo sé porque lo siento moverse, porque su respiración cambia, porque abre la boca… y se detiene.
Y cada vez que lo hace, algo en mí se encoge un poco más.

El trayecto hasta el aeropuerto se me hace eterno.
Bilbao se queda atrás envuelto en un cielo despejado, como si el clima se burlara de nosotros.
Llegamos al jet privado.
Francis nos recibe con una sonrisa amable que ninguno de los dos devuelve.
Nos sentamos frente a frente, separados por una mesa diminuta que parece una frontera.

Durante el vuelo, no hay palabras.
Solo el sonido del motor y el golpeteo suave de mis uñas contra la madera.
Trato de leer, de dormir, de pensar en otra cosa, pero no puedo.
Cada vez que levanto la vista, él está ahí.
Mirándome.
Y cuando lo descubro, aparta la mirada como si quemara.

Odio eso.
Odio que incluso en su silencio, todavía logre afectarme.
Odio que lo extrañe, que piense en su voz, en sus manos, en la forma en que dijo mi nombre por última vez.
Odio sentir tanto.

Cuando aterrizamos en Madrid, el cielo está gris.
Perfecto.
El tipo de gris que encaja con lo que siento.

Zade me ofrece ayudarme con la maleta.
Niego con la cabeza.
Ni siquiera lo miro.
Solo quiero llegar a casa.
A cualquier lugar donde no tenga que fingir que estoy bien.

Camino hacia la salida sin mirar atrás, pero lo siento detrás de mí, a unos pasos de distancia.
Casi puedo oír cómo reprime lo que sea que quiere decirme.
Y por primera vez, no quiero escucharlo.

Porque si lo hago, sé que voy a romperme otra vez.

Cruzo las puertas de vidrio del aeropuerto y el aire frío me golpea la cara.
Y entonces lo veo.

Nick.

De pie, esperándome.
Con su chaqueta beige, el cabello despeinado por el viento y esa expresión que mezcla culpa y alivio.
El corazón me da un vuelco que no entiendo.
No sé si es sorpresa o miedo.
No sé si quiero correr hacia él o desaparecer.

—Audrey —dice, y su voz se quiebra apenas un poco—. Tenía que verte.

No contesto.
Solo lo miro, sin saber qué decir.
Atrás, puedo sentir la presencia de Zade detenida a unos metros.
Lo sé porque el aire cambia.
Porque todo cambia cuando él está cerca.

Nick da un paso hacia mí.
—Lo siento. Lo que dije antes del viaje... no fue justo. No confío en cómo me sentí, no en ti. Te juro que no quería perderte.

Sus ojos son sinceros, y eso duele más.
Porque una parte de mí querría creerle, abrazarlo y fingir que todo está bien.
Pero la otra, la que despertó anoche frente a Zade, sabe que ya nada lo está.

Zade pasa a mi lado en silencio, sin mirarnos.
Solo dice, con voz seca:
—Nos vemos el lunes, Morrison.

Y se aleja.
Ni un segundo más de contacto visual.
Ni una palabra.
Nada.

Nick me mira confundido.
—¿Qué pasó con él?

Trago saliva.
—Nada.
Mentira.
Todo.

Y ahí, en medio del aeropuerto, con la gente pasando a mi alrededor y el sonido distante de los motores, me doy cuenta de algo.

Estoy cansada de huir.
De los demás.
De mí.
De sentir que pertenezco a un lugar donde no encajo.

Así que sonrío débilmente y digo:
—Vamos, Nick. Solo quiero irme a casa.

Y lo sigo.
Sin mirar atrás.
Aunque sé, aunque siento, que Zade todavía está ahí, observándome mientras me pierdo entre la multitud.




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