Madrid está nublada cuando llegamos.
El tipo de gris que anuncia lluvia, pero no se atreve a caer.
Perfecto reflejo de lo que siento.
El trayecto desde el aeropuerto hasta el penthouse es un silencio incómodo.
Francis intenta llenar el espacio con comentarios triviales sobre el tráfico o el clima, pero yo apenas lo escucho.
Solo tengo en la cabeza una imagen:
Audrey.
Caminando hacia él.
Hacia Nick.
Y la forma en que no me miró ni una sola vez.
No la culpo.
No puedo.
Pero eso no hace que duela menos.
Cuando llegamos al edificio, Francis abre la puerta y me mira con esa expresión de quien ya sabe que algo anda mal, pero no pregunta.
Lo conozco desde que era un niño.
Sabe leerme demasiado bien.
—¿Todo bien, señor Morgan? —pregunta con cuidado.
Asiento sin mirarlo.
—Gracias, Francis. Descansa.
Subo al penthouse y el silencio me golpea como una ola.
El lugar está impecable: los ventanales enormes, el suelo de mármol, las luces cálidas.
Todo perfectamente ordenado.
Todo perfectamente vacío.
Dejo el maletín en la encimera y me sirvo un vaso de whisky, aunque todavía es de día.
El líquido ámbar refleja la luz del atardecer.
Pienso en su cabello, en la forma en que se movía con el viento en la playa, en cómo cerró los ojos aquella noche.
Y siento ese mismo nudo en la garganta, otra vez.
No lo hago.
No la beso.
Y eso fue suficiente para perderla.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que escuche el ruido de la puerta de servicio.
Eva siempre entra sin anunciarse, como si el lugar también fuera suyo.
Y lo es, de algún modo.
Ella me crió cuando mis padres estaban demasiado ocupados para hacerlo.
—Zade —dice con esa voz suave, cargada de años y ternura—, Francis me dijo que ya habías llegado. Te traje algo de comer.
Deja una bandeja en la mesa: sopa caliente, pan recién hecho.
El tipo de comida que uno no merece cuando no ha comido en todo el día por orgullo.
—No tengo hambre —respondo.
—Por eso mismo la traje —dice sin mirarme—. Para cuando decidas tenerla.
Me quedo en silencio.
Eva suspira y se sienta frente a mí.
Su cabello gris recogido en un moño, sus manos arrugadas apoyadas sobre la mesa.
Esa mirada suya que siempre parece ver más allá de lo que uno dice.
—¿Qué pasa, muchacho? —pregunta al fin.
—Nada.
—No mientas, que te conozco desde que usabas zapatos de colegio.
Sonrío apenas.
—No es nada que pueda arreglarse.
—Entonces es alguien. —Su tono es firme.
No respondo.
Y ese silencio basta.
Eva se recuesta un poco en la silla, cruzando los brazos.
—La chica, ¿verdad? La que mencionó Francis la semana pasada. La pasante.
—No es una pasante —digo antes de pensarlo.
Ella sonríe con sutileza.
—Ah. Ya veo.
Bajo la mirada hacia el vaso en mi mano.
El hielo ya se ha derretido.
—No tenía que pasar. No podía pasar.
—Pero pasó —dice ella.
—No. No pasó nada.
—Zade… —Su voz se suaviza—. Pasó lo que pasa cuando alguien te importa. Eso siempre deja marca, aunque no lo digas en voz alta.
Trago saliva.
—No quiero hacerle daño.
—Y sin embargo lo hiciste.
Cierro los ojos.
Esa frase me atraviesa.
No hay reproche en su tono, solo verdad.
—La lastimé —digo, casi en un susurro.
—Porque la alejaste —responde—. Pero no por falta de sentimiento, sino por miedo.
—No puedo… —La voz me tiembla—. No puedo darle lo que merece.
Eva apoya su mano sobre la mía.
Sus dedos son cálidos, firmes.
—¿Y quién decide eso? ¿Tú o ella?
No sé qué responder.
Ella me mira con ternura, pero también con ese tipo de severidad que solo tienen las personas que han vivido demasiado.
—Escucha, Zade. —Su voz se vuelve suave, casi un susurro—. A veces uno pasa tanto tiempo construyendo muros que cuando aparece alguien dispuesto a quedarse, no sabe cómo abrir la puerta.
—No sé si puedo.
—No te pido que puedas. Te pido que quieras. Lo demás viene después.
El silencio vuelve.
Solo el sonido lejano de la lluvia golpeando contra los ventanales.
Por un momento, el penthouse deja de parecer un refugio y se siente como una cárcel.
Una muy bonita, sí.
Pero cárcel al fin.
Eva se levanta despacio, acaricia mi mejilla como cuando era niño.
—Come algo, ¿sí? No se puede pensar con el estómago vacío.
Asiento.
Ella sonríe, recoge su abrigo y antes de irse, me dice:
—Si algo he aprendido, es que cuando el corazón habla, el orgullo debería callarse.
Y se va.
Quedo solo otra vez, con esa frase rebotando en mi cabeza.
"Cuando el corazón habla, el orgullo debería callarse."
No sé si todavía estoy a tiempo.
Pero sé que si la dejo ir sin intentarlo, esta vez sí la pierdo para siempre.