Inédito

Capítulo 47

Audrey.

Han pasado dos semanas desde Bilbao.
Dos semanas desde que todo cambió.

Y no porque haya pasado algo, sino precisamente porque no pasó.
Porque él me miró como si fuera a besarme… y no lo hizo.

Desde entonces, la oficina se siente diferente.
O quizá soy yo.
Las paredes parecen más blancas, los pasillos más largos, los días más pesados.
Zade sigue siendo el mismo: trajes impecables, voz tranquila, esa compostura de quien parece tenerlo todo bajo control.
Pero ya no es el mismo para mí.

Intento convencerme de que no me afecta, que puedo mantenerme profesional, que lo que ocurrió —o no ocurrió— fue solo un malentendido emocional.
Una torpe ilusión.
Un error de mi parte.

Y sin embargo, cada vez que escucho sus pasos acercándose al pasillo, el corazón me traiciona.
Late más rápido.
Espero que entre por la puerta.
Y cuando lo hace, todo en mí se tensa.

—¿Cómo va el informe de la alianza con Santander? —pregunta un día, con esa calma que me desespera.
—Terminado —respondo sin levantar la vista del computador.
—Perfecto —dice. Y se queda ahí unos segundos más, en silencio.
Siento su mirada.
Pesada. Inquieta.
Como si estuviera intentando decir algo y no pudiera.
Pero no lo hace. Nunca lo hace.

Así pasan los días.
Silencios, roces breves, miradas contenidas.
Una guerra muda entre dos personas que no se atreven a romper su propio muro.

Hasta que un martes cualquiera, simplemente… me canso.

Estoy en la redacción, con Nick revisando unos artículos, y de pronto me doy cuenta de que llevo horas mirando la misma frase sin leerla realmente.
La cabeza me duele, los ojos me arden, el pecho me pesa.
Ya no puedo más.

—Audrey, ¿te encuentras bien? —pregunta Nick, preocupado.

Parpadeo un par de veces antes de contestar.
—Sí… solo estoy un poco cansada.

Pero no es verdad.
Estoy agotada.
De sentir.
De fingir que no siento.
De trabajar a tres metros de alguien que me confunde cada segundo.

Cuando llega la hora de salida, me quedo sola en la oficina.
Todos se han ido.
Zade aún está en su despacho —lo sé porque la luz bajo su puerta sigue encendida.

Abro un documento nuevo.
Título: Carta de renuncia.

Mis dedos tiemblan un poco sobre el teclado.
Empiezo a escribir.

"Señor Morgan:

A través de esta carta, presento formalmente mi renuncia al cargo que desempeño en la revista, efectiva a partir de la próxima semana.

Agradezco la oportunidad y la confianza que me brindó al integrarme a este proyecto, así como todo lo aprendido en este tiempo.

Sin embargo, considero que mi ciclo aquí ha llegado a su fin.

Atentamente,
Audrey Morrison."

Leo la carta tres veces.
Cada palabra se siente como un paso que me aleja de él.
Pero también como un respiro.
El primero en semanas.

La imprimo.
El sonido de la impresora parece retumbar en toda la oficina vacía.
Doblo la hoja con cuidado, como si fuera algo frágil.
Y camino hacia su despacho.

Mi corazón late con fuerza.
La luz sigue encendida.
Golpeo la puerta dos veces.

—Adelante —responde su voz, profunda y tranquila.

Abro.
Él levanta la mirada del portátil.
Sus ojos se suavizan apenas me ve, pero no dice nada.

Camino hasta su escritorio y dejo la carta frente a él.
—¿Qué es esto? —pregunta, mirando el sobre.

—Mi renuncia.

Zade frunce el ceño.
—¿Qué?

—Ya no puedo seguir aquí —digo, y aunque mi voz tiembla, me obligo a sostener su mirada.

Él deja el bolígrafo.
—¿Por qué?

Sonrío sin humor.
—Creo que ambos sabemos por qué.

Zade se inclina hacia adelante, apoyando los antebrazos sobre el escritorio.
Su tono cambia.
Menos jefe. Más Zade.
—Audrey, si esto tiene algo que ver con lo que pasó…

—No “pasó” nada —lo interrumpo.
Las palabras me salen más duras de lo que esperaba.
—Y ese es el problema.

Él me mira en silencio, con esa mezcla de culpa y desesperación que me rompe por dentro.

—No puedes irte así —dice finalmente.
—No puedo quedarme tampoco.

El silencio que sigue es insoportable.
Me doy media vuelta antes de que pueda decir algo más.
Siento su voz a mis espaldas, baja, casi un ruego:
—Audrey, por favor…

Pero no me detengo.
No esta vez.

Camino hasta el ascensor sin mirar atrás.
Cuando las puertas se cierran, siento que el aire vuelve a entrar en mis pulmones, pero de una forma dolorosa.
Como si me recordara que seguir viva no siempre significa estar bien.

Al llegar a la calle, me detengo un momento frente al edificio.
Miro hacia arriba.
Sé que él sigue en su oficina.
Sé que tiene la carta en la mano.
Y por primera vez, sé que esta vez fui yo quien se alejó primero.

—★‹🌺›★—

Zade.

No entiendo lo que pasa hasta que leo su nombre.
“Audrey Morrison".
En tinta negra, al final de una carta doblada con un cuidado que me duele.

Mi mirada recorre las líneas una y otra vez.
Cada palabra es una sentencia.
Una grieta.
Una despedida que no vi venir, aunque en el fondo supe que tarde o temprano ocurriría.

“A través de esta carta, presento formalmente mi renuncia…”

Renuncia.
La palabra retumba en mi cabeza como una explosión muda.

Me quedo sentado, inmóvil, mientras el aire parece espesarse a mi alrededor.
El reloj del despacho marca las 8:43 p.m., y el silencio es tan denso que puedo oír el tic-tac de cada segundo.
No sé cuánto tiempo pasa antes de que suelte la carta sobre el escritorio y me frote los ojos con ambas manos.

La oficina huele a papel, a café frío y a ella.
A su perfume leve, a la fragancia que deja flotando cada vez que entra, cada vez que sonríe, cada vez que me recuerda lo que nunca debí desear.




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