Inédito

Capítulo 48

Audrey.

No esperaba que viniera.
No después de cómo lo dejé, de cómo cerré esa puerta entre nosotros —literal y metafóricamente—.
Y sin embargo, cuando escucho los golpes contra la madera, suaves pero insistentes, sé que es él.
Lo sé por el modo en que mi pecho se aprieta, por la forma en que mi nombre parece suspenderse en el aire antes de pronunciarse siquiera.

No quiero abrir.
No puedo.

Estoy sentada en el sofá, rodeada por un caos de emociones que no sé nombrar.
La carta ya está entregada, mi decisión tomada, pero algo dentro de mí no deja de temblar, como si una parte aún esperara que él hiciera justo esto: venir.

Golpea de nuevo.
Un poco más fuerte.

—Audrey —su voz, al otro lado de la puerta, suena grave, contenida, y tan rota que me triza el alma—. Por favor, abre.

Cierro los ojos.
Me maldigo por hacerlo, pero me levanto.
Mis pies se mueven solos, guiados por algo más fuerte que mi razón.
Abro la puerta.

Y ahí está.

Zade.
Empapado por la lluvia, con el cabello ligeramente desordenado y la mirada… Dios, esa mirada.
No hay nada contenido en ella esta vez.
Ninguna máscara. Ninguna distancia.
Solo una mezcla devastadora de culpa, deseo y desesperación.

No digo nada.
No puedo.
La garganta se me cierra.
Y antes de que mi mente alcance a procesarlo, él da un paso hacia mí.

—Zade, ¿qué estás…?

No termino la frase.
Porque él me besa.

Se inclina apenas, una mano en mi mejilla, la otra en la puerta, y de pronto el mundo se detiene.
Su boca choca contra la mía con la fuerza de todo lo que callamos.
Y es como si el aire se deshiciera, si todo lo que contuve durante semanas encontrara su salida en ese beso.

No hay lógica.
No hay cordura.
Solo el caos de sentir algo que me estaba prohibido y que, aun así, me pertenece.

Su beso no es perfecto.
Es torpe, desesperado, casi dolido.
Y eso lo hace real.

Mis dedos se enredan en su camisa empapada.
Puedo sentir su respiración acelerada, el temblor leve en sus manos, el peso de cada palabra que no dijo.
El mundo entero podría arder ahora mismo y no me importaría.

Pero entonces, como si su propio cuerpo lo traicionara, Zade se separa apenas.
Su frente queda pegada a la mía.
Ambos respiramos entrecortados, intentando recuperar el aire que acabamos de perdernos mutuamente.

—No debí hacerlo —susurra, y su voz es apenas un hilo.

—Entonces ¿por qué lo hiciste? —pregunto, sin poder mirarlo, con las lágrimas que ya se mezclan con la lluvia.

Su silencio me mata más que cualquier respuesta.

Lo miro.
Y duele.
Duele verlo tan cerca, tan humano, tan contradictorio.
Duele saber que ese beso, por más real que fue, no cambia todo lo que nos separa.

—No puedes aparecer así, besarme, y esperar que todo se arregle —mi voz se quiebra—. No puedes confundir tanto, Zade.

—No estoy intentando confundirte —responde él, con una calma peligrosa.
—Entonces ¿qué estás intentando? —pregunto.

Zade me sostiene la mirada.
Su expresión es un mapa de lo que intenta contener: miedo, rabia, amor.

—Intento no perderte —dice al fin.

Y esas cuatro palabras bastan para desarmarme por completo.

El silencio que sigue es tan intenso que hasta la lluvia afuera parece disminuir.
Sus manos siguen en mis brazos, cálidas a pesar del frío, firmes a pesar del temblor.

Quiero decir algo, cualquier cosa, pero no puedo.
Porque la verdad es que, por más que mi cabeza grite que esto está mal, mi corazón… mi corazón late con una fuerza que ya no puedo negar.

—Zade… —susurro, y mi voz tiembla.

Él cierra los ojos, como si mi nombre en sus labios lo hiriera y lo sanara al mismo tiempo.

—No vuelvas a hacerlo —digo finalmente, aunque lo que realmente quiero es pedirle que no se detenga nunca.
—No puedo prometer eso —responde.

Y en esa honestidad cruda, sin adornos, sin defensa, entiendo algo que me asusta más que todo lo demás:
Que ya no hay vuelta atrás.

Nos quedamos ahí, en la puerta, sin decir nada más.
Solo mirándonos, respirando el mismo aire, compartiendo ese silencio lleno de todo lo que aún no sabemos cómo nombrar.

Zade da un paso atrás, pero su mirada no se aparta de mí.
Y antes de irse, susurra:
—No aceptes ninguna oferta todavía.

Y se marcha.
Deja su perfume, su voz, su peso en el aire.
Y yo me quedo allí, con los labios aún temblando, con el corazón desbordado, con esa sensación de que algo acaba de romperse y renacer al mismo tiempo.

Porque puede que no lo diga, pero lo sé.
Ese beso no fue un error.
Fue una rendición.
La suya… y la mía.

—★‹🌊.🍷›★—

Zade.

No tenía que venir.
No tenía derecho a hacerlo.
Pero cuando vi su nombre en esa carta, cuando entendí que su renuncia no era solo laboral sino una forma de alejarse de mí… algo dentro de mí se quebró.

Pensé que podría dejarla ir.
Que el orgullo y la razón serían suficientes.
Pero la verdad es que no sé quién soy cuando no está cerca.

La lluvia empezó justo cuando tomé el auto.
Parecía una advertencia.
Ni siquiera recuerdo el trayecto. Solo sé que, cuando llegué a su puerta, el corazón me latía tan fuerte que podía escucharlo más que la tormenta.

Golpeé una vez.
Nada.
Dos veces.
Tampoco.
Y cuando iba a darme por vencido, escuché el sonido del pestillo.

Y ahí estaba ella.

Descalza, con el cabello ligeramente desordenado, la mirada cansada y esos ojos que podían desarmar cualquier muro que yo levantara.

Por un segundo, todo se detuvo.
El mundo, el ruido, mi culpa.
Solo quedamos ella y yo.

Audrey no dijo nada.
Solo me miró, y esa simple acción bastó para borrar cualquier línea que había jurado no cruzar.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.