No puedo dejarla ir.
No después de lo que acaba de pasar.
No después de sentir cómo me temblaban las manos al tocarla, cómo todo lo que me negué durante meses cobró vida en un solo beso.
Ella me mira, confundida, herida, con las lágrimas a punto de caer.
Y no sé cómo explicarle que cada error, cada silencio, cada contradicción mía nació del miedo.
Del miedo a arruinarla. A dañarla.
Del miedo a que me vea como realmente soy.
Pero ya no puedo fingir.
No cuando la posibilidad de perderla se siente como una herida abierta en el pecho.
—No te vayas —le digo, la voz apenas un susurro, temblando entre los restos de ese beso.
Ella parpadea, sin entender.
—¿Qué?
Doy un paso hacia ella.
—No entregues la renuncia. No lo hagas, Audrey.
Su ceño se frunce, su respiración se acelera.
—¿Y qué quieres que haga, Zade? —responde con la voz quebrada—. ¿Que finja que nada pasa? ¿Que sigo siendo la jefa de redacción que sonríe siempre mientras tú decides cuándo acercarte y cuándo alejarte?
Su tono es tan dolido que me deja sin aire.
Intento acercarme, pero ella retrocede.
Como si cada centímetro que me separa de ella fuera una muralla que no sé cómo escalar.
—No puedo perderte —digo al fin, y la frase me sale con una honestidad brutal—. No solo por la revista, Audrey.
Ella niega con la cabeza, una lágrima se desliza por su mejilla.
—Entonces, ¿por qué?
Y ahí lo entiendo: no quiere una respuesta vacía.
Quiere la verdad.
Y por primera vez en mi vida, no me queda más remedio que dársela.
—Porque no quiero dejar de verte todos los días —confieso—. Porque me volví adicto a escucharte reír en la oficina, a verte concentrada en tu escritorio, a verte en silencio cuando crees que nadie te observa.
Trago saliva, mi voz se vuelve más baja, más rota.
—Porque cuando no estás, todo se vuelve insoportablemente vacío.
Ella me observa, y ese silencio me desarma más que cualquier grito.
—Zade… —susurra—. No puedes decirme eso ahora. No después de todo.
—Lo sé —respondo—. Pero no puedo callarlo más.
Doy un paso más, y esta vez no se aparta.
Está ahí, mirándome, con esa mezcla de ira y tristeza que me mata por dentro.
—Te juro que intenté mantener las distancias —digo—. Que intenté ser el hombre correcto, el jefe correcto… pero cuando estás cerca, todo lo demás se borra.
Ella cierra los ojos, como si cada palabra mía la lastimara un poco más.
—No es tan fácil, Zade.
—Nunca lo ha sido —respondo con un hilo de voz—. Pero tampoco quiero rendirme. No contigo.
Silencio.
Solo se oye la lluvia golpeando los ventanales del departamento.
Me paso una mano por el cabello, desesperado.
—La revista te necesita. Tú eres una de las mejores cosas que le han pasado a ese lugar. Y yo… —respiro hondo, buscando el valor— yo también te necesito.
Ella abre los ojos, y hay tanta tristeza en su mirada que me parte el alma.
—No digas eso si no vas a hacer algo al respecto, Zade.
—Lo estoy haciendo —respondo con firmeza—. Te estoy pidiendo que te quedes.
Se ríe con amargura.
—¿Y qué? ¿Sigo trabajando contigo fingiendo que nada pasó? ¿Que no me besaste, que no me confundiste, que no hiciste que me enamorara de ti sin darte cuenta?
Esa última frase me golpea como un puñetazo.
Me quedo inmóvil.
Ella se lleva una mano al pecho, como si intentara sostener algo que duele demasiado.
—No quiero esto, Zade. No quiero seguir sintiéndome así, tan pequeña, tan perdida.
La voz se le quiebra, y el impulso de abrazarla me atraviesa como una corriente eléctrica.
Doy un paso más, otro, hasta que estamos a un suspiro de distancia.
—Entonces dime cómo dejo de sentir esto —le digo, casi sin voz—. Porque si tú sabes cómo hacerlo, enséñame.
Ella me mira con los ojos llenos de lágrimas, y por un momento creo que va a responder, pero no lo hace.
Solo se queda quieta.
Su respiración choca con la mía.
Sus labios están tan cerca que el aire se vuelve insoportable.
—No quiero hacerte daño —susurro—. Pero tampoco puedo perderte.
Ella aparta la mirada.
Y ese gesto, tan simple, me destruye más que cualquier palabra.
El silencio se instala entre los dos como una sentencia.
Yo lo rompo al final, con una voz que apenas me pertenece:
—Si decides irte, no voy a detenerte. Pero no quiero que lo hagas sin saber que, si te vas… me vas a llevar contigo.
Audrey respira hondo, como si intentara contener el llanto.
Y yo sé que no hay nada más que pueda decir.
Porque ya lo he dicho todo.
Se gira despacio, con la mirada nublada, y empieza a caminar hacia la puerta.
Y en ese instante siento que el suelo se me abre bajo los pies.
Cada paso suyo suena como un adiós.
Y cada adiós, como una herida nueva.
Cuando se queda de pie al lado de la puerta esperando que me vaya, hay un silencio insoportable.
Camino hacia la puerta, y salgo.
Audrey me cierra la puerta.
En la cara.
Apoyo las manos en el marco de la puerta, respiro con dificultad y me repito una verdad que no quería aceptar:
No era el beso lo que me había roto.
Era su silencio después de él.
Y ahora no sé si podré sobrevivir a eso