Han pasado cinco semanas.
Treinta y cinco días desde que él cruzó esa puerta.
Desde entonces, no he vuelto a pisar la revista.
Ni a contestar sus llamadas.
Zade Morgan ha intentado hablar conmigo de todas las formas posibles.
Ciento doce llamadas.
Treinta mensajes.
Cinco correos electrónicos.
Y un ramo de tulipanes blancos que dejé marchitar en la entrada.
No porque lo odiara.
Sino porque no podía seguir aferrándome a algo que me dolía tanto.
El primer día fue un desastre.
Dormí dos horas.
Lloré el resto.
El segundo, intenté distraerme viendo películas que nunca terminaba.
El tercero, me obligué a salir a caminar.
El cuarto, me inscribí en un curso online de escritura creativa.
Y así, poco a poco, sin darme cuenta, empecé a respirar diferente.
No diré que lo superé.
Porque no se supera a alguien como Zade tan fácil.
Se aprende a vivir con el hueco que deja.
Se aprende a dejar de mirar el celular cada vez que vibra.
A no esperar su voz del otro lado de la línea.
Los primeros días, cada notificación me ponía el corazón en la garganta.
Ahora, cuando el teléfono suena, solo suspiro y lo dejo sonar.
Porque sé que si contesto, voy a volver a perderme.
He vuelto a escribir.
Nada importante, solo pensamientos sueltos, fragmentos de algo que todavía no tiene nombre.
A veces empiezo con frases que no llevan a ningún lado:
“Extrañar no debería doler tanto.”
“Hay amores que llegan solo para enseñarte a soltar.”
“Él no me rompió. Yo me reconstruí al irme.”
Y por primera vez, esas palabras no me suenan vacías.
Nick ha sido mi salvavidas.
Volvimos a ser amigos.
Nos dimos cuenta de la relación no funcionaria.
Viene cada domingo con café y croissants, me obliga a salir al parque o a abrir las cortinas.
A veces hablamos de Zade.
A veces no.
Pero siempre termina diciéndome lo mismo:
—No se trata de olvidarlo, Audrey. Se trata de recordarte a ti.
Y tiene razón.
Durante tanto tiempo, giré alrededor de él.
De sus gestos, de sus silencios, de lo que creí que podía haber entre nosotros.
Ahora me toca girar en torno a mí.
Los días ya no pesan igual.
Hay mañanas en las que sonrío sin motivo, tardes en las que la soledad se siente menos cruel.
Puedo mirar al espejo sin pensar si le gustará mi reflejo.
Puedo dormir sin repasar cada conversación que tuvimos.
No niego que hay momentos en los que todo vuelve.
Cuando escucho su voz en mi cabeza.
Cuando paso frente al café donde solíamos almorzar.
Cuando me descubro aún buscándolo en la multitud.
Pero ya no me quedo atrapada ahí.
Respiro.
Cierro los ojos.
Y me repito: ya no está, pero yo sí.
Hoy amanecí con la ventana abierta, el viento de octubre colándose entre las cortinas.
Preparé café sin prisa, encendí una vela con aroma a jazmín y abrí mi laptop.
No para revisar correos, sino para escribir una nueva carta.
No una de renuncia.
Una de comienzo.
"Querida yo:
Sobreviviste.
Y no porque no doliera, sino porque decidiste seguir.
Porque elegiste la paz por encima del deseo, la dignidad por encima del miedo.
Y eso, Audrey, también es amor."
Cierro el documento con una sonrisa leve.
No sé qué será de mi vida después de esto.
Tal vez un nuevo empleo, una nueva ciudad, un nuevo todo.
Pero por primera vez en meses, no tengo miedo.
El teléfono vuelve a vibrar sobre la mesa.
Miro la pantalla.
Zade. Otra vez.
Respiro hondo.
Y en lugar de contestar, apago el celular.
El silencio que queda no duele tanto como antes.
Esta vez, se siente como libertad.
Me sirvo otro café, abro las ventanas por completo y dejo que el aire fresco entre.
La vida sigue.
Y esta vez, estoy lista para seguir con ella.