Cinco semanas.
Treinta y cinco días.
O, si quiero ser exacto —y siempre lo soy— ochocientas cuarenta horas sin verla.
Nunca pensé que algo tan simple como su ausencia pudiera pesar tanto.
Que el sonido de sus pasos al final del pasillo, o su voz pidiendo un informe, se volverían fantasmas que recorren la oficina incluso cuando todo está en silencio.
Desde que Audrey se fue, nada funciona igual.
Ni la revista, ni el equipo, ni yo.
Los números siguen subiendo, sí.
Las métricas, las asociaciones, los lanzamientos… todo sigue en orden, como si el mundo no se diera cuenta de que algo esencial falta.
Pero yo sí lo sé.
Y Francis también, porque me ha visto entrar y salir del edificio con el mismo gesto vacío de quien perdió algo que no puede reemplazar.
He intentado llamarla.
Demasiadas veces.
Al principio con la excusa del trabajo: "Hay documentos que solo tú puedes revisar."
Después con torpeza: "Necesito hablar contigo."
Y al final, sin filtros: "Por favor, contéstame."
Nunca responde.
Ni una sola vez.
La primera semana fue frustración.
La segunda, culpa.
La tercera, dolor puro.
Y desde entonces, solo queda silencio.
Un silencio que grita.
Nick apenas me saluda en los pasillos.
Y aunque nadie lo diga abiertamente, sé que todos lo saben.
Saben que la perdí.
Y que no fue solo una empleada lo que se fue, sino la única persona que consiguió hacerme sentir vivo en años.
Cada noche repaso lo mismo: el momento en que la vi cruzar esa puerta con la carta en la mano.
Su voz temblando.
Su mirada rota.
Esa frase suya que todavía me persigue:
—No “pasó” nada. Y ese es el problema.
Tenía razón.
No hice nada.
Tuve todas las oportunidades, todos los segundos, todos los silencios.
Y aun así me quedé inmóvil.
Por miedo.
Por orgullo.
Por estupidez.
Y ahora no hay más que el eco de lo que nunca dije.
El despacho está más vacío sin ella.
A veces, sin darme cuenta, dejo una taza de café sobre su antiguo escritorio.
Como si fuera a entrar en cualquier momento, sonreír con esa timidez suya y decir:
—Ya sabe que no me gusta el café tan amargo, ¿verdad?
Pero no entra nadie.
Solo el silencio y la luz del atardecer colándose por los ventanales.
La última vez que hablé con el equipo de redacción, me di cuenta de algo absurdo:
El nuevo jefe del área —el que reemplazó a Audrey— me teme.
No porque sea exigente.
Sino porque me ve perder el control cada vez que alguien menciona su nombre.
Francis dice que me estoy “consumiendo”.
Quizá tiene razón.
No duermo.
No salgo.
Y cada noche acabo revisando su antiguo perfil de redacción, los artículos que escribió, las fotografías de las portadas que ella aprobó.
Sus textos siguen siendo los más leídos.
Su toque sigue ahí, vivo, en cada palabra.
Y me duele.
Porque aunque ella ya no está, todavía es parte de todo lo que toco.
Anoche, por impulso, conduje hasta su edificio.
No tenía un plan.
Solo la necesidad estúpida de estar cerca, aunque fuera desde la calle.
Las luces de su departamento estaban encendidas.
Vi su sombra moverse detrás de las cortinas, su silueta recortada contra la ventana.
Parecía tranquila.
Y por un instante, me alegré de que al menos ella estuviera bien.
Pero esa tranquilidad me rompió un poco más.
Porque significa que está aprendiendo a vivir sin mí.
Y yo… no puedo decir lo mismo.
He intentado escribirle mil veces.
Mensajes que borro antes de enviarlos.
Llamadas que corto al segundo tono.
No porque no quiera hablarle, sino porque ya no sé qué decir.
¿Cómo se le pide a alguien que vuelva cuando fuiste tú quien la empujó a irse?
Me miro al espejo estos días y apenas me reconozco.
El hombre que veías en conferencias, en portadas de revistas, seguro de todo, se esfumó.
Ahora solo queda alguien que revisa la puerta esperando verla entrar, aunque sabe que no lo hará.
Y sin embargo, sigo esperándola.
Cada vez que suena el ascensor.
Cada vez que Francis entra al despacho con un sobre nuevo.
Cada vez que el viento golpea las ventanas y me parece escuchar su voz.
Sigo esperando.
Porque si algo aprendí de todo esto, es que hay personas que no se olvidan.
Se quedan en ti, como tinta en la piel.
Como una herida que cicatriza, pero nunca deja de doler.
Y Audrey Morrison…
Ella es mi herida.
Mi error.
Y la única historia que no supe escribir bien.