Inédito

Capítulo 52

El aire de la gala huele a champaña, flores caras y nervios disimulados.
Llevo más de una hora sonriendo, saludando a gente que apenas conozco, sosteniendo una copa de vino que no he terminado. La música es suave, los flashes de las cámaras destellan como relámpagos contenidos, y el murmullo de las conversaciones se mezcla con un violín que parece flotar sobre todos nosotros.

Cinco semanas.
Han pasado cinco semanas desde que cerré la puerta y dejé a Zade detrás de ella.
Cinco semanas desde que ignoré sus llamadas, sus mensajes, sus correos.
Y aunque aprendí a respirar sin él, todavía no he aprendido a no pensarlo.

—Audrey, excelente artículo el de esta semana —me dice Marco, el nuevo jefe de la revista donde trabajo ahora.
Sonrío con educación.
—Gracias. Fue un buen equipo.
Él asiente, satisfecho, y luego se aleja hacia el grupo de directores que se aglomeran junto al bar.

Respiro hondo.
Estoy en la gala editorial más importante del año.
Y, por primera vez, me siento parte.

La revista ha crecido rápido. Mis artículos están teniendo buena recepción, y mi nombre empieza a sonar. Debería sentirme orgullosa. Lo estoy. Pero debajo de todo eso, hay algo más.
Una nostalgia que no me suelta.
Un vacío con nombre propio.

La luz cambia de tono. El presentador anuncia el inicio de la cena. Los invitados empiezan a moverse hacia las mesas asignadas.
Y entonces lo veo.

Zade.

De pie, al otro lado del salón.
Traje negro. Corbata del mismo tono. Postura impecable, expresión indescifrable.
Nada en él parece fuera de lugar. Ni siquiera el leve cansancio en los ojos.

Mi corazón reacciona antes que mi cabeza.
Late tan fuerte que casi escucho su eco.
No sé si fue casualidad o destino, pero justo cuando alzo la mirada, él ya está viéndome.
Y no aparta la vista.

Cinco semanas sin verlo, y bastan tres segundos para que todo vuelva a doler.

No me muevo.
No sonrío.
Solo respiro, intentando disimular el temblor que amenaza con delatarme.

Él comienza a caminar hacia mí. Despacio. Como si el resto del mundo no existiera.
Cada paso suyo me acerca un recuerdo.
El ascensor, la oficina, su voz. Su beso.
Ese beso que aún arde en algún rincón de mi piel.

Cuando se detiene frente a mí, el ruido de la sala parece desvanecerse.
—Audrey. —Su voz es más baja de lo que recuerdo, más contenida.
—Zade. —Mi respuesta suena tensa, medida.
—No pensé verte aquí.
—Yo tampoco —digo, y tomo un sorbo de vino para evitar seguir hablando.

Sus ojos bajan hacia mi copa, luego vuelven a los míos.
—Te ves… —hace una pausa, busca la palabra— distinta.
—¿Distinta bien o distinta mal?
Él sonríe, apenas.
—Distinta preciosa.

No sé qué responder.
Solo río suavemente, como si fuera una broma ligera.
Pero no lo es.
Nada con él lo es.

Pasamos el resto de la cena evitando mirarnos demasiado, fingiendo que somos dos adultos perfectamente civilizados que alguna vez compartieron algo tan pequeño que no merece recordarse.
Mentira.
Cada movimiento suyo me recuerda lo que intento olvidar.

Cuando el evento termina, algunos se quedan a brindar, otros se van. Yo decido salir un momento al balcón.
El aire nocturno de Madrid es cálido, el cielo se ve claro y las luces de la ciudad parpadean como promesas incumplidas.

Apoyo los codos en la baranda y cierro los ojos.
Necesito respirar.
Solo eso.

Hasta que escucho la puerta del balcón abrirse detrás de mí.
No necesito girarme para saber quién es.

—¿Huyendo? —pregunta su voz.
—Tomando aire.
—¿De mí?
—De todo —respondo, apenas audiblemente.

Zade se detiene a mi lado.
La distancia entre nosotros es mínima, pero suficiente para doler.
Su perfume se mezcla con el aire templado y la música lejana.
Siento su mirada sobre mí.
No la evito.

—Leí tu último artículo —dice de pronto.
—¿Sí?
—Sí. Lo hiciste bien. Mejor que antes.
—Gracias. —Intento sonar indiferente, pero no lo logro.
—Aunque admito que… —su tono baja, casi en un susurro—, prefiero cuando escribes sobre lo que sientes, no sobre lo que piensan los demás.

Lo miro.
Y por un segundo, el tiempo se detiene.
Hay una ternura escondida en su mirada que no recordaba.
Una culpa.
Un deseo.

—No deberías decirme eso —murmuro.
—Lo sé.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Porque ya no sé cómo no hacerlo.

Sus palabras me rompen algo dentro.
Y al mismo tiempo, me encienden.

El silencio se alarga.
Mis dedos aprietan la copa.
Él da un paso más cerca.
El aire cambia.
Ya no hay ruido, ni gente, ni gala. Solo él y yo.

Siento el calor de su cuerpo a centímetros del mío, el roce casi imperceptible de su respiración en mi cuello, la tensión que me atrapa sin permiso.
Su voz baja, grave, casi dolida:
—No dejé de pensar en ti. Ni un día.

Mi pecho se contrae.
Quiero responder, decir algo, cualquier cosa, pero las palabras se pierden entre el pulso y el vino.

Sus dedos rozan mi brazo. Un contacto mínimo, pero suficiente para desarmarme.
No me besa. No todavía.
Solo me mira, como si estuviera pidiendo permiso para algo que ya es inevitable.

Y entonces todo se vuelve sensación:
La piel ardiendo.
El aire pesado.
El mundo reducido a ese segundo en el que podría pasar cualquier cosa.

Su frente roza la mía.
El corazón late tan fuerte que juro que él puede escucharlo.

No sé quién se acerca primero.
Solo sé que cuando nuestros labios se encuentran, el tiempo deja de existir.

No hay fuego inmediato ni movimiento desesperado.
Es un beso lento, cargado de todo lo no dicho, de culpa, deseo y ternura.
Un beso que quema sin gritar.
Que sabe a promesa y a despedida al mismo tiempo.




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