La noche de Madrid tiene un aire engañosamente tranquilo.
Las luces del hotel se reflejan en los charcos de la acera, y los murmullos del tráfico lejano se mezclan con el eco de mis propios pasos.
Camino rápido.
No sé si huyo de él o de mí, pero necesito distancia, silencio, algo que apague el caos que el beso dejó dentro.
El vino, el perfume, su voz.
Todo sigue pegado a mi piel.
Levanto la mano para llamar un taxi, pero antes de que logre hacerlo, escucho la puerta del hotel abrirse detrás de mí.
Su voz.
Inconfundible.
—Audrey.
Me congelo.
Por un instante pienso en seguir caminando. Fingir que no lo escuché. Pero sus pasos se acercan, firmes, decididos.
Respiro hondo antes de girarme.
Zade está a pocos metros, con el saco del traje desabotonado, el cabello algo despeinado y esa mirada… esa condenada mirada que parece conocer cada parte de mí.
—No te vayas así. —Su tono es bajo, casi suplicante.
—¿Así cómo? —pregunto, intentando sonar más firme de lo que me siento.
—Como si todo esto no significara nada.
Sonrío, amarga.
—¿Y qué se supone que significa, Zade? ¿Un error más en tu colección de contradicciones?
Él frunce el ceño.
—No digas eso.
—¿Por qué no? —doy un paso hacia atrás—. ¿Qué quieres que diga? ¿Que te entiendo? ¿Que fue solo un impulso, otra noche más en la que no sabes si quedarte o correr?
—No fue un impulso —interrumpe, avanzando un poco—. No esta vez.
El silencio entre nosotros se vuelve pesado.
El aire, espeso.
Y mi corazón late con tanta fuerza que casi duele.
—¿Entonces qué fue? —pregunto, alzando la voz sin poder evitarlo—. Porque para mí no fue nada más que un recordatorio de lo bien que finges sentir algo.
—No finjo. —Su voz se quiebra, apenas perceptible—. No contigo.
Quisiera creerle.
De verdad.
Pero ya no sé si puedo.
—Zade, no puedes aparecer, besarme y luego pretender que todo sigue igual —digo, con un hilo de voz—. No puedes decirme que me quieres y desaparecer cinco semanas. No puedes hacerme esto una y otra vez.
Él me mira, dolido.
Como si mis palabras lo atravesaran.
Pero no responde.
—Tú no entiendes lo que haces —continúo, la garganta cerrándose—. No entiendes lo que significa intentar olvidarte cada día, solo para que vuelvas a mirarme como si aún tuviera sentido esperar algo de ti.
Doy un paso hacia él, empujada por una mezcla de rabia y tristeza.
Mis ojos arden.
Las lágrimas amenazan con caer.
—No puedes jugar así con las personas, Zade —susurro, y ahora mi voz tiembla—. No puedes romperme y luego actuar como si fueras el único que sufre.
Él se acerca, lento, como si cada paso fuera un riesgo.
Y cuando habla, lo hace con una sinceridad que duele más que cualquier reproche.
—No estoy jugando, Audrey. —Sus palabras salen graves, desgarradas—. Estoy intentando no perderte.
La primera lágrima cae.
No la detengo.
—Ya me perdiste. —Mi voz se rompe.
Pero él niega despacio, como si mis palabras fueran una mentira que no puede aceptar.
—No. Aún no. —Da un paso más, tan cerca que puedo sentir su respiración—. No mientras sigas mirándome así.
Su mano sube, apenas roza mi mejilla.
Y ese gesto —tan suave, tan suyo— me destruye más que cualquier beso.
—Zade… —mi voz es apenas un susurro—, no puedes hacer esto.
—No sé cómo no hacerlo —responde.
Y ahí está otra vez.
Esa frase.
Esa forma en la que él siempre convierte la culpa en ternura, el dolor en deseo.
Cierro los ojos.
Intento recordar por qué me alejé.
Intento recordar todo lo que dolió.
Pero él está tan cerca que el aire deja de importarme.
Sus dedos se entrelazan con los míos, temblando.
No hay beso esta vez, ni promesas vacías.
Solo silencio.
Y ese silencio duele más que cualquier palabra.
Porque lo amo.
Y él también me ama.
Pero eso no basta.
Cuando me suelta, la noche vuelve a existir.
Y el aire de Madrid se siente más frío, más real.
—Adiós, Zade —murmuro, sin mirarlo.
Camino hacia el taxi.
Él no me sigue.
Solo escucho el sonido del motor encendiéndose, el eco del asfalto alejándonos.
Y en ese instante, entiendo que tal vez amar también puede ser eso:
Saber cuándo irse, aunque el corazón se quede.