El taxi se aleja, y me quedo ahí, de pie en medio de la acera, mirando las luces rojas perderse entre el tráfico de Madrid.
No me muevo.
No puedo.
La noche huele a lluvia vieja, a vino derramado y a su perfume.
Ese maldito perfume que siempre parece seguirme, incluso cuando ella ya no está.
Podría haber dicho algo más.
Podría haberla detenido.
Pero no lo hice.
Otra vez.
Paso una mano por el cabello y respiro hondo, intentando calmar el temblor en mis manos.
No sirve de nada.
Nada calma el vacío que dejó su voz cuando dijo “adiós”.
Porque no fue una palabra cualquiera.
Fue una sentencia.
Un cierre.
Una puerta que no sé si tendré la fuerza para volver a abrir.
Camino unos pasos, sin rumbo, como si mis pies aún esperaran que ella regresara, que el taxi diera la vuelta, que esto no terminara así.
Pero las calles siguen vacías.
Y el eco de mis propios pasos me devuelve una verdad simple y cruel:
la perdí.
Me apoyo contra la pared del hotel y cierro los ojos.
En la oscuridad, vuelvo a verla.
Audrey, con el vestido azul, el cabello cayéndole sobre los hombros, la mirada herida, pero firme.
La forma en que temblaba cuando me gritó que no podía seguir así.
La forma en que me miró cuando dijo que la había perdido.
Y lo peor es que tiene razón.
Yo la alejé.
Yo la hice dudar, una y otra vez.
Por miedo. Por cobardía.
Por ese impulso autodestructivo de creer que protegerla era lo mismo que dejarla ir.
Abro los ojos, respiro.
Pero el aire arde.
Cada vez que intento pensar en algo más, lo único que me viene a la cabeza es ella riendo en la oficina, su taza de café sobre el escritorio, la forma en que fruncía el ceño cuando se concentraba.
Dios.
Todo en esa redacción me recuerda a ella.
Y ahora ya no estará.
Camino hasta el coche. Francis abre la puerta sin decir nada.
No me pregunta dónde vamos.
No hace falta.
El silencio lo dice todo.
—Llévame a casa —digo al fin, con la voz áspera.
El trayecto es un borrón.
Luces, lluvia, ruido.
Nada tiene forma.
Cuando llego, no enciendo las luces.
Me dejo caer en el sofá, con la chaqueta todavía puesta, y me paso las manos por el rostro.
El silencio del apartamento me golpea.
Vacío.
Como si todo el lugar supiera que ya no habrá risas suyas, ni llamadas, ni mensajes.
Me inclino hacia adelante, apoyo los codos sobre las rodillas.
Intento pensar como Zade Morgan, el hombre que siempre encuentra una solución.
El que nunca pierde el control.
El que nunca se permite sentir.
Pero esta vez no puedo.
Porque la perdí por no decirle lo que sentía cuando todavía podía hacerlo.
Porque mi orgullo se disfrazó de razón.
Porque la herí creyendo que la protegía.
Y ahora solo me queda el ruido de su nombre en mi cabeza.
Audrey.
La repito, en un susurro.
Una, dos, tres veces.
Hasta que me duele pronunciarlo.
Cierro los ojos y me prometo algo que sé que cambiará todo:
no va a terminar así.
No con ella huyendo de mí.
No con ese “adiós” convertido en un punto final.
Mañana —o cuando ella esté lista para escucharme— voy a buscarla.
No como su jefe.
No como el hombre que siempre guarda las distancias.
Sino como el que la ama.
Porque eso es lo que soy, aunque me haya tomado demasiado tiempo admitirlo.
Y si tengo que derrumbar cada muro que levanté para mantenerla lejos, lo haré.
Por ella.
Por lo que siento.
Por lo que aún podría ser.
Miro por la ventana.
El amanecer empieza a teñir de gris los edificios, y por primera vez en semanas, sé con certeza qué hacer.
No dejaré que su historia termine sin luchar.