Audrey.
Cuando llego esa mañana, el ambiente en la revista está… raro.
Demasiado raro.
Hay gente murmurando en los pasillos, caras nerviosas, y una energía que solo conozco por experiencia:
alguien importante acaba de comprar la empresa.
Intento no prestarle atención.
Hace más de un mes que trabajo aquí, y por primera vez en mucho tiempo me siento tranquila.
El equipo es pequeño, pero cálido; el jefe actual, un hombre amable, sin ese aire de perfección inalcanzable que tanto me recordaba a él.
A Zade.
O Zade Morgan, como ahora lo llaman en todas las portadas económicas.
El magnate que sigue expandiendo su imperio editorial.
El que fue mi jefe.
El que casi me besa.
El que besó mis miedos y luego me los devolvió multiplicados.
Sacudo la cabeza.
No, no pienso en eso.
No hoy.
Abro el portátil, reviso los correos, tomo un sorbo de café… y entonces escucho el murmullo general subir de volumen.
Miro hacia la entrada.
Y lo veo.
Traje negro.
Camisa blanca.
Corbata perfectamente anudada.
Y esa presencia imposible de ignorar.
Zade Morgan.
Mi cuerpo reacciona antes que mi mente: el corazón se acelera, el estómago se encoge, las manos me tiemblan apenas un poco.
Él camina despacio por la redacción, saludando a algunos ejecutivos, mientras su mirada recorre el lugar… hasta detenerse en mí.
Por un instante, el tiempo se estira.
El ruido desaparece.
Solo quedamos él y yo, otra vez en el mismo espacio, como si el universo tuviera un sentido del humor cruel.
—Audrey Morrison —dice cuando finalmente llega a mi escritorio, con esa voz baja y templada que parece deslizarse por el aire—. No sabía que trabajabas aquí.
Miento sin pestañear.—Ni yo sabía que tú… comprabas aquí.
Una leve sonrisa aparece en sus labios.
No la sonrisa perfecta y pública del empresario, sino la otra.
La peligrosa.
La que usa cuando está disfrutando más de la situación de lo que debería.
—Supongo que el destino tiene una forma extraña de reunir a las personas —responde.
—O de ponerlas a prueba —digo, devolviéndole la mirada.
Él no contesta.
Solo asiente, con ese brillo en los ojos que siempre me hacía perder el equilibrio.
Horas más tarde, estamos todos reunidos en la sala principal mientras Zade, desde el frente, explica los nuevos planes de expansión.
Su voz firme, sus palabras claras.
Cada una de ellas proyecta control.
Pero yo lo conozco demasiado bien.
Sé leer el matiz en su tono, el cambio leve en su respiración cuando su mirada pasa por mí.
Y lo hace más de una vez.
Cuando la reunión termina, intento salir rápido, pero su voz me detiene.
—Audrey.
Me giro despacio.
Él se acerca, los demás ya se han ido.
Está tan cerca que puedo ver el reflejo de la luz sobre su reloj, el movimiento leve de su respiración.
—¿Qué haces, Zade? —pregunto finalmente, sin rodeos.
—Trabajando —responde con una serenidad exasperante—. Y tú también, por lo que veo.
—No me refiero a eso.
—Lo sé.
Silencio.
Tensión.
Un campo de fuerza invisible entre los dos.
—Podrías haber elegido cualquier otra empresa —digo al fin—. Pero tenías que venir justo aquí.
Él baja la voz, tan suave que casi suena a confesión:
—No elegí la empresa, Audrey. Te elegí a ti.
Y mi corazón se me cae al suelo.
Pero no lo dejo notarlo.
—Pues mala elección —respondo, girándome para irme.
—Tal vez —dice detrás de mí—, pero es la única que no pienso devolver.
No lo miro, pero sonrío sin querer.
Una sonrisa mínima, traicionera.
Y sé que él la vio, porque su voz se vuelve apenas más cálida:
—Ahí está —susurra—. Extrañaba eso.
Camino más rápido, pero el calor en mis mejillas me delata.
No sé si es rabia, vergüenza… o la insoportable sensación de que, a pesar de todo, una parte de mí sigue derritiéndose con él.
Y eso, justamente eso, es lo que más me asusta.
—★‹🌊·🍷›★—
Zade.
Sí, la compré por ella.
No hay otra forma de decirlo.
Puedo disfrazarlo de estrategia, hablar de expansión editorial, de nuevas líneas de mercado, de rentabilidad, de prestigio…
Pero la verdad es simple: sabía que ella trabajaba aquí.
Y eso bastó.
La vi en una foto de una entrevista interna hace unas semanas. Su nombre debajo, su rostro enmarcado por esa sonrisa contenida que conozco demasiado bien.
Y algo dentro de mí simplemente… se rompió.
O tal vez se encendió, no lo sé.
Audrey Morrison, otra vez en una redacción, en otra revista, en otra ciudad, fingiendo que nada de lo que pasó entre nosotros importa.
Fingiendo que yo no existo.
Y yo… no podía permitirlo.
Pasé noches enteras frente al ventanal del penthouse, mirando la ciudad mientras pensaba en ella.
Cada intento por convencerme de que debía dejarla ir terminaba igual: con su voz en mi cabeza, con su risa interrumpida, con esa mirada en la playa que todavía me persigue cuando cierro los ojos.
Así que tomé una decisión.
Una irracional, peligrosa y completamente emocional decisión.
La empresa estaba en venta hacía meses. Tenía sentido en los papeles.
Pero en el fondo, el único motivo que me importaba era ella.
Y ahora, mientras camino por esta redacción y la veo levantar la mirada al verme entrar, sé que hice lo correcto.
O lo inevitable.
Audrey.
Su nombre sigue siendo un detonante.
Una palabra que me quema la lengua, que me recuerda todo lo que intenté controlar.
Y todo lo que no pude.
Camino despacio, fingiendo interés por los informes, por los rostros que me presentan, pero mi atención solo está en ella.
Sentada frente a su escritorio, con el ceño ligeramente fruncido, el cabello recogido a medias, los dedos moviéndose sobre el teclado con esa precisión que siempre me fascinó.