Han pasado seis días desde que Zade irrumpió en mi nuevo mundo.
Seis.
Y aún no sé si quiero matarlo… o agradecerle.
La redacción entera sigue revolucionada con el cambio de propietario.
Nuevas normas, nuevos jefes, nuevas reuniones.
Y él.
Siempre él.
Presente donde no debería, apareciendo donde menos lo espero.
Primero fue en el ascensor.
Después, en la cafetería.
Luego, frente a la ventana donde suelo revisar las galerías fotográficas.
Parece tener un radar que le indica el momento exacto en el que mi paciencia se agota.
—Buenos días, Morrison —me dice, siempre con ese tono entre desafiante y educado.
Y yo solo atino a responder con un asentimiento.
Frío. Calculado.
Mentira.
Porque en cuanto se aleja, siento el aire volverme liviano, como si hasta respirar dependiera de que él no esté demasiado cerca.
Intento no pensar en él.
En cómo se acomoda la corbata antes de una reunión.
En la forma en que su voz se vuelve más baja cuando se dirige solo a mí.
En cómo su mirada parece desarmarme incluso cuando finge estar concentrado en otra cosa.
Pero es inútil.
Zade tiene esa presencia que no se puede ignorar.
La clase de energía que llena una habitación y te obliga a sentir algo, aunque no quieras.
Hoy, por ejemplo, lo intenté.
Llegué temprano, me senté frente a mi computadora y me repetí que no me importaba.
Que él era solo un jefe más.
Un hombre con demasiado poder y demasiadas excusas.
Nada más.
Y entonces apareció con dos cafés.
Uno en su mano.
Otro, frente a mí.
—Tranquila —dijo cuando fruncí el ceño—. Es descafeinado. Sé que odias sentirte acelerada.
Lo dijo con esa naturalidad que me dolió.
Como si aún recordara cada detalle, cada mínima manía, cada cosa que juré haberle escondido.
Y lo peor es que sí lo recordaba.
—No necesitabas traerme nada —respondí, sin levantar la vista.
—Lo sé. Pero quise hacerlo.
Silencio.
El tipo de silencio que vibra, que se siente, que te delata.
Y en medio de ese vacío, su perfume.
El mismo.
Madera, lluvia, algo casi eléctrico.
Me obligué a mirar la pantalla, aunque no leía nada.
Y cuando levanté la vista, él ya no estaba.
Solo el café.
Y una nota pegada en el vaso:
> “Para los días difíciles. —Z.”
No debería haber sonreído.
Pero lo hice.
Apenas, lo suficiente para odiarme un poco más.
Esa misma tarde, coincidimos otra vez en la terraza de la redacción.
Él fingía estar hablando por teléfono, pero en cuanto me vio, cortó la llamada.
—¿Te molesta si me quedo? —preguntó.
—Siempre lo haces igual, ¿no? —repliqué—. Preguntas después de haber decidido quedarte.
—Lo admito. Soy un hombre de hábitos.
—Y de pretextos.
Su sonrisa fue casi imperceptible.
—Solo cuando los necesito.
El viento levantó mi cabello y, por un instante, nuestros ojos se encontraron.
Demasiado tiempo.
Demasiadas cosas no dichas.
Él fue el primero en hablar.
—No planeé esto, Audrey. No pensé que volvería a verte así.
—No mientas. Compraste la empresa.
—Sí. Y aun así no tenía idea de cómo ibas a reaccionar.
Sus palabras me desarmaron un poco.
Solo un poco.
—No me lo pongas fácil —le advertí.
—No tengo intención de hacerlo.
Y lo dijo con una calma tan sincera que me obligó a apartar la vista.
Durante los días siguientes, empezó a repetirse el mismo patrón.
Un comentario, un gesto, una nota con tinta azul en mi escritorio.
Pequeñas interrupciones que, sin darme cuenta, empezaron a ocupar espacio en mi cabeza.
Y sin embargo, me mantuve firme.
Fría.
Distante.
Hasta que, una noche, lo vi salir de la redacción, solo, con el cansancio en los hombros y una mirada que no conocía.
Una que no era de jefe, ni de empresario, ni del hombre arrogante que había conocido.
Era humana.
Casi triste.
Por primera vez, no sentí rabia.
Solo… algo parecido a nostalgia.
Y ahí entendí lo que más me asustaba:
que, a pesar de todo, todavía me importaba.
—★‹🌺›★—
Cada día que pasa, me repito que puedo resistir.
Que ya no soy la misma, que aprendí a poner límites.
Pero cuando él me mira de esa forma, cuando su voz se vuelve suave y su sonrisa deja de ser una máscara…
mi cuerpo lo recuerda todo.
Los silencios, las noches, los casi.
El beso.
La despedida.
Y aunque lo niegue, hay algo en mí que sigue buscándolo, incluso cuando intento odiarlo.