No planeé verla hoy.
Ni siquiera tenía pensado pasar por la redacción.
Pero desde que Audrey volvió a ser parte de mi rutina —aunque no quiera admitirlo—, hay algo en mí que se mueve sin permiso.
Un impulso que me lleva directo hacia ella, aunque mi razón me grite que pare.
La primera semana intenté mantenerme al margen.
Solo observaba.
A la distancia, desde el cristal de la sala de juntas, mientras fingía revisar informes.
Ella caminaba con esa seguridad que no tenía antes, esa fuerza que solo se obtiene cuando uno se rompe y aprende a recomponerse solo.
Y juro que me dolió.
Porque esa versión de Audrey…
no la construí yo.
La construyó el dolor que le provoqué.
Cada sonrisa que no me incluye, cada mirada que me evita, cada silencio suyo es una consecuencia directa de mis decisiones.
Y por primera vez en mucho tiempo, no tengo idea de cómo reparar algo sin destruirlo en el proceso.
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Hoy la vi en la terraza.
Otra vez.
La misma donde hace unas semanas me lanzó esa mirada que no olvido: mezcla de rabia, tristeza y un “ya no te creo” tan real que casi me deja sin aire.
Ella estaba hablando con alguien del equipo de diseño, riendo por algo.
Riendo de verdad.
Y por un momento pensé que ese sonido debía estar prohibido para todos los demás.
Ese tipo de risa debería ser mía.
Y me odio por pensar así, por seguir queriéndola de un modo tan visceral, tan irracional.
Cuando se fue, me quedé solo.
Apoyé las manos en la baranda y miré al vacío.
Madrid se extendía frente a mí, ruidosa, viva, ajena a mis dilemas.
Y entendí que había cruzado una línea sin retorno desde el momento en que firmé la compra de la empresa.
No fue una estrategia de negocios.
No fue por expansión ni por inversión.
Lo hice por ella.
Porque necesitaba verla de nuevo, aunque fuera desde lejos.
Porque estaba cansado de imaginar su voz, de preguntarme si me odiaba o si todavía pensaba en mí.
Y ahora que la tengo cerca… no sé qué hacer.
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Esta tarde, la reunión de cierre fue un desastre.
Ella estaba ahí, con sus notas impecables, evitando mirarme.
Cada vez que hablaba, mis ojos se desviaban hacia su boca, hacia ese gesto tan suyo de morderse el labio cuando algo la tensa.
El resto del equipo discutía cifras, yo solo podía pensar en cuánto la extraño.
Al final, cuando todos salieron, ella se quedó guardando sus papeles.
Podría haberme ido, pero no lo hice.
Cerré la puerta y respiré hondo.
—Audrey —la llamé.
Ella no levantó la vista.
—¿Qué necesita, señor Blackstone?
Ese “señor” me atravesó como un cuchillo.
Frío. Distante. Perfecto.
—Solo quería… asegurarme de que todo esté bien con el nuevo proyecto —mentí.
Ella asintió, aún sin mirarme.
—Todo bajo control. Si no hay nada más, tengo que irme.
Y cuando pasó a mi lado, el perfume de su cabello me envolvió.
Casi di un paso hacia ella.
Casi.
Pero no lo hice.
Otra vez, no lo hice.
Más tarde, cuando todos se fueron, me quedé solo en la oficina.
Miré las luces apagadas, los escritorios vacíos.
Y pensé en lo que me dijo mi hermana una vez:
“Cuando amas a alguien, a veces lo más valiente que puedes hacer es no tocarlo hasta que estés seguro de no volver a romperlo.”
Audrey no necesita promesas.
Ni gestos grandes.
Necesita verdad.
Y aunque no sé cómo demostrarla, sé que no pienso rendirme.
No otra vez.
Así que mañana volveré a intentarlo.
Tal vez con una conversación que empiece sin excusas.
Tal vez con una disculpa que duela más decir que escuchar.
Tal vez solo con silencio.
Pero voy a hacerlo.
Voy a quedarme.
Voy a demostrarle que no la busco por culpa, ni por deseo, ni por necesidad.
La busco porque desde que la conocí, todo lo demás perdió sentido.
Y si tengo que reconstruirla con paciencia, con respeto y con distancia… lo haré.
Aunque me mate hacerlo.