No quería venir.
Y, honestamente, si hubiera sabido que Zade estaría aquí, no lo habría hecho.
Pero cuando tu jefe te recuerda que “es solo una cena de equipo” y tus colegas insisten en que “no puedes faltar justo tú”, no queda más remedio que fingir entusiasmo, maquillarte las ojeras y salir de casa.
El restaurante es uno de esos lugares elegantes del centro de Madrid, con paredes de ladrillo expuesto, luces cálidas y música suave.
Ríen. Hablan. Brindan.
Todo parece perfectamente normal.
Excepto que cada vez que levanto la vista, él está ahí.
Zade.
Sentado al otro extremo de la mesa, traje oscuro, camisa blanca ligeramente desabotonada, mirada fija en el vino… o en mí.
No estoy segura.
O quizás sí, y eso es lo que me asusta.
No nos hemos dirigido la palabra en toda la noche.
Ni una.
Solo esos silencios que llenan más que cualquier conversación.
—Audrey, ¿otra copa? —pregunta una compañera.
—No, gracias —respondo, aunque mi vaso aún esté medio lleno.
Pero ella insiste, y termino aceptando.
El vino quema un poco cuando pasa, y por un segundo me pregunto si será el alcohol o los recuerdos lo que me está nublando la cabeza.
Zade conversa con uno de los directores de marketing, pero no lo escucha realmente.
Lo sé porque cada tanto sus ojos se desvían hacia mí.
Esa costumbre suya de observar como si cada gesto mío le importara demasiado.
Como si me conociera todavía.
Y no debería dolerme.
Pero lo hace.
Porque por más que intento olvidarlo, su sombra sigue ahí, en los rincones más quietos de mi mente.
Cuando el grupo empieza a dispersarse, algunos deciden irse a otro bar.
Yo invento una excusa —dolor de cabeza, cansancio, cualquier cosa— y me levanto.
Recojo mi abrigo, busco la salida.
Necesito aire.
—Audrey.
Su voz.
Baja, contenida, a unos pasos detrás.
Cierro los ojos un instante antes de girarme.
Zade está ahí, con las manos en los bolsillos y esa mirada que no he logrado olvidar ni aunque lo intente.
—No vine por ti —miento.
—Lo sé. Pero igual estás aquí.
Su respuesta me desarma.
Cruzo los brazos, intentando mantener distancia, aunque el corazón no coopere.
—No deberías hablarme así —digo.
—¿Así cómo?
—Como si todavía… —me detengo.
Como si todavía importara.
Zade da un paso hacia mí, y aunque el restaurante sigue lleno, de pronto no existe nadie más.
Solo él.
Solo nosotros y este silencio que parece temblar.
—No puedo evitarlo, Audrey —susurra—. Te miro y todo lo demás deja de tener sentido.
Mis defensas se resquebrajan un poco.
Lo odio por eso.
Por saber exactamente cómo hacerme temblar incluso cuando intento odiarlo.
—No hagas esto, Zade. No puedes aparecer, comprar empresas, invadir mi espacio y pretender que nada pasó.
—Nada en mí pretende eso —responde.
—Entonces, ¿qué quieres? —pregunto, con la voz quebrada.
Zade baja la mirada, exhala despacio.
—Solo… estar donde estés tú. Aunque no me hables. Aunque no me mires.
Las palabras me golpean con una fuerza extraña.
Una parte de mí quiere creerle.
Otra, recuerda las noches en las que me hizo sentir invisible.
—No sé si puedo volver a confiar en ti —digo, y la sinceridad me arde en la garganta.
—Entonces déjame demostrártelo —responde sin dudar.
El aire entre nosotros se vuelve denso.
Puedo oír el pulso en mis sienes, el roce de su respiración tan cerca.
Y por un instante, lo odio tanto como lo extraño.
Fuera, Madrid sigue viva.
Las luces de la Gran Vía parpadean, la música de algún bar se mezcla con risas.
Pero aquí, frente a él, el mundo parece suspendido.
Zade me mira.
Yo lo miro.
Y ninguno se mueve.
—No puedes quedarte mirándome así —murmuro.
—Entonces mírame tú —responde, tan bajo que apenas lo escucho.
Y lo hago.
Por primera vez en semanas, lo miro sin miedo, sin excusas, sin esa coraza que me protegía.
Y en ese instante entiendo que la herida sigue ahí, sí…
pero también el latido.
No sé cómo termina la noche.
Solo sé que cuando me subo al taxi, mis manos aún tiemblan.
Y que, mientras el coche avanza entre las luces de la ciudad, siento que algo —una parte de mí que creía muerta— acaba de despertar otra vez.