No sabía que estaría aquí.
Nadie me lo dijo.
Y, sin embargo, cuando la vi entrar por la puerta del restaurante, supe que todas las razones que creí tener para venir se desmoronaban.
Audrey.
Con ese vestido color vino que se funde con la luz cálida del lugar, el cabello suelto cayendo sobre los hombros, la sonrisa que ya no es mía.
Se ve distinta.
Más fuerte.
Más… inalcanzable.
Me quedo observándola desde el otro extremo de la mesa, fingiendo que escucho a los directores de marketing hablar sobre campañas y números.
Pero en realidad solo escucho el sonido de su risa.
Su voz.
La forma en que evita mirarme, aunque sé que sabe que estoy aquí.
Y eso duele más que cualquier palabra que me haya dicho.
Porque el silencio, cuando viene de ella, tiene el peso de un adiós.
Durante toda la cena me obligo a mantener la compostura.
Sonrío cuando debo.
Asiento en los momentos correctos.
Pero no dejo de mirarla.
Ni un segundo.
A veces nuestras miradas se cruzan por accidente.
O tal vez no.
Ella aparta la vista enseguida, pero yo alcanzo a ver ese temblor mínimo en su gesto.
Como si todavía hubiera algo ahí.
Algo que ninguno de los dos quiere nombrar.
Bebo un trago de vino solo para distraerme, pero lo único que consigo es recordar la última vez que la tuve tan cerca.
La noche en que la besé.
O mejor dicho… la noche en que ella me besó de vuelta, y el mundo pareció detenerse por completo.
Cuando empiezan a levantarse, entiendo que el momento se acaba.
Ella se despide con esa cortesía distante, como si fuéramos solo colegas, y yo me odio por haberla dejado llegar a ese punto.
A ese nivel de frialdad donde ya no queda nada que reclamar.
Pero cuando la veo ponerse el abrigo y dirigirse a la salida, algo en mí se mueve.
No lo pienso.
Solo la sigo.
—Audrey.
La palabra me sale más baja de lo que esperaba.
Ella se detiene, cierra los ojos un instante, y cuando se gira, sé que le duele tanto como a mí.
Su voz tiembla cuando habla.
—No vine por ti.
Miente.
Y yo también miento cuando asiento, fingiendo que lo entiendo.
Porque no puedo decirle la verdad.
Que vine porque supe que estaría aquí.
Porque mi cuerpo y mi mente la buscan incluso cuando no debería hacerlo.
—Lo sé —respondo—. Pero igual estás aquí.
Es lo único que consigo decir sin romperme.
Cuando se cruza de brazos, puedo ver el temblor leve en sus manos.
Ese gesto pequeño que conozco mejor que a mí mismo.
Y me duele, Dios, cómo duele tenerla tan cerca y no poder tocarla.
—No deberías hablarme así —me dice.
—¿Así cómo?
—Como si todavía importara.
Su voz se quiebra al final, y siento que el aire se vuelve denso entre nosotros.
Quiero decirle que sí. Que claro que importa. Que no ha pasado un solo día sin pensar en ella.
Pero las palabras se quedan atascadas en la garganta.
—No puedo evitarlo, Audrey —digo finalmente—. Te miro y todo lo demás deja de tener sentido.
Y ahí está.
Mi verdad.
La más simple y la más peligrosa.
Ella me mira con una mezcla de furia y tristeza.
Y entonces habla, y cada palabra suya me atraviesa como una bala:
—No hagas esto, Zade. No puedes aparecer, comprar empresas, invadir mi espacio y pretender que nada pasó.
Tiene razón.
Pero no me arrepiento.
—Nada en mí pretende eso.
—Entonces, ¿qué quieres?
—Solo… estar donde estés tú.
El silencio que sigue es insoportable.
Si me pidiera que me fuera, lo haría.
Pero no lo hace.
Solo me mira con los ojos brillantes, y sé que está luchando contra las mismas cosas que yo.
Contra el recuerdo.
Contra el deseo.
Contra el miedo.
Cuando ella se va, siento cómo el ruido del restaurante vuelve poco a poco, como si el mundo se reanudara solo para recordarme que me quedé quieto.
Que no la detuve.
Salgo unos minutos después.
La veo subir al taxi.
La puerta se cierra.
Y por un instante me pregunto si esta vez sí la he perdido de verdad.
El coche arranca, y me quedo de pie bajo las luces de la Gran Vía, viendo cómo se aleja.
Mis manos tiemblan.
Mis pensamientos gritan.
Y entre todo ese caos, una sola certeza se clava en mi pecho:
No he terminado con ella.
No aún.
No mientras siga respirando el mismo aire que yo.