No lo pienso.
No planeo nada.
Solo la sigo.
El taxi se aleja por la avenida iluminada, y aunque sé que esto es una locura, mi cuerpo se mueve antes que mi cabeza.
Saco unas cuantas billetes, detengo otro coche y solo digo una frase:
—Sígalo.
El conductor asiente sin hacer preguntas.
Las luces de Madrid se reflejan en los cristales, y todo se siente irreal.
Como si estuviera atrapado en una escena que ya viví antes, con el mismo miedo, el mismo temblor, la misma sensación de que estoy a punto de perder algo que nunca supe tener del todo.
Durante el trayecto no aparto la vista de aquel taxi.
El corazón me late con fuerza.
No sé si busco disculparme, explicarme o simplemente verla una vez más.
Solo sé que no puedo quedarme quieto mientras ella desaparece de nuevo de mi vida.
El coche se detiene frente a un edificio de fachada blanca, sencillo, casi escondido entre dos cafeterías cerradas.
Audrey baja, paga y sube los escalones con el abrigo entre los brazos.
Su silueta se funde con la penumbra del portal.
Y entonces entiendo algo que me golpea con la fuerza de la certeza:
Ya no quiero verla solo en los pasillos de una oficina.
No quiero ser su jefe, ni su proyecto, ni su error.
Quiero ser su casa.
Subo detrás de ella.
Cada escalón suena como un eco de mis propias decisiones mal tomadas.
Cuando llego al pasillo, la puerta de su apartamento está entreabierta.
Escucho su respiración entrecortada del otro lado, y mi voz se escapa antes de que pueda detenerla.
—Audrey.
Ella se sobresalta.
Abre la puerta un poco más.
Sus ojos, esos ojos que siempre me destruyen, se agrandan apenas me ven.
—¿Qué haces aquí? —susurra.
Podría inventar cualquier excusa.
Decir que pasaba por casualidad, que necesito firmar algo, que quiero hablar del trabajo.
Pero ya no quiero mentir.
—No podía dejarte ir así —respondo, y es la verdad más pura que tengo.
Ella aprieta los labios, y por un segundo parece que va a cerrarme la puerta en la cara.
Pero no lo hace.
Se queda quieta, mirándome.
Y ese silencio es peor que cualquier grito.
—Zade… —dice finalmente—, esto no está bien.
—Lo sé. Pero tampoco lo está fingir que no me importas.
Sus ojos brillan.
No sé si es por la rabia o por las lágrimas.
Quizá ambas.
—¿Y ahora qué quieres que haga? ¿Que olvide todo? ¿Que vuelva a la empresa, como si no hubiera pasado nada?
—No —respondo, acercándome un paso más—. Quiero que me escuches.
Su respiración se acelera.
Yo también estoy temblando.
Pero si no lo digo ahora, nunca lo haré.
—Sí, compré la revista. Sí, te busqué. Y no porque me interese el negocio o los números. Lo hice porque tú estabas allí. Porque cada día sin verte fue… insoportable.
Audrey da un paso atrás, como si mis palabras pesaran demasiado.
Pero no aparta la mirada.
—No puedes decirme eso, Zade. No cuando tú mismo fuiste quien me enseñó a no esperar nada.
Sus palabras son un golpe directo al pecho.
Pero no me muevo.
No esta vez.
—Lo sé. Fui un idiota. Te hice daño. Y lo único que puedo ofrecerte ahora es la verdad. No quiero que vuelvas por la empresa, ni por mí. Solo quiero que sepas que te elijo. Todos los días. Incluso cuando no debería.
El silencio cae entre nosotros.
Fuera, la lluvia empieza a golpear los balcones.
Ella cierra los ojos, como si intentara sostenerse.
Y yo la miro.
Solo la miro.
Porque después de tanto caos, ese simple gesto se siente como un milagro.
—No sé si pueda creerte —susurra ella.
—No te pido que me creas hoy —respondo—. Solo que no me cierres la puerta todavía.
Ella parpadea, las lágrimas le brillan en las pestañas.
Por un segundo, creo que va a hablar.
Pero en lugar de eso, se hace a un lado y deja la puerta entreabierta.
Y ahí entiendo que, tal vez, ese gesto pequeño es más que un perdón.
Es una posibilidad.
Un punto de partida.
Entro despacio.
El aire huele a su perfume.
Y mientras la puerta se cierra tras de mí, siento que algo —muy dentro de mí— finalmente se acomoda.
No porque la tenga.
Sino porque, por primera vez, me atreví a no perderla.