Ha pasado una semana.
Una semana de flores cada mañana.
De mensajes que comienzan con “buenos días” y terminan con “duerme bien, te lo ruego”.
Una semana de Zade intentando acercarse… sin presionarme, sin exigir nada.
Y lo peor —o lo mejor— es que le está saliendo bien.
A veces, cuando abro la puerta y encuentro una caja con mi postre favorito o una nota escrita con esa letra que reconozco incluso sin leerla, no puedo evitar sonreír.
Otras veces, lo odio por eso.
Por seguir sabiendo cómo hacerme sentir.
El jueves vino a buscarme al trabajo.
No lo había invitado, por supuesto. Pero ahí estaba, apoyado en su coche, con el traje desabrochado y una sonrisa que no supe cómo enfrentar.
“Solo quiero cenar contigo”, dijo.
Y terminé accediendo, aunque juré que no lo haría.
Fuimos a un restaurante pequeño en el centro, uno que yo solía amar cuando recién llegué a Madrid.
No hubo escenas, ni palabras grandes. Solo risas suaves, un vino que nos hizo olvidar el reloj, y su mirada siguiéndome como si nada más existiera.
Desde entonces, todo parece girar alrededor de esa calma incómoda.
Me manda mensajes durante el día: fotos de sus reuniones, de su café, de cualquier cosa que le recuerde a mí.
Y en las noches… a veces viene.
A veces terminamos viendo una película en mi sala, con las luces apagadas y un silencio que dice más que cualquier diálogo.
No somos pareja.
No todavía.
Pero a veces lo parece.
Zade se sienta en el sofá, descalzo, con la corbata colgando del cuello, y habla de todo lo que nunca me contó antes: de su infancia, de su padre, de lo que teme perder.
Y yo lo escucho.
Aunque no quiera admitirlo, me gusta escucharlo.
Su voz se ha vuelto parte de mi rutina, igual que el sonido del microondas o el agua de la ducha.
Me acostumbro a su presencia, y eso me da miedo.
Porque sé que si me acostumbro demasiado…
No voy a saber cómo despedirme esta vez.
—★‹🌺›★—
Anoche, después de ver una película vieja, él se quedó dormido en mi sofá.
El reloj marcaba las dos y media cuando apagué la televisión.
Iba a despertarlo, pero se veía tan tranquilo, tan distinto al hombre que conocí en esa oficina, que no pude hacerlo.
Me quedé mirándolo unos segundos.
Su respiración era lenta, y la luz del televisor apagado le dibujaba sombras en la cara.
Tenía una mano sobre el pecho, como si incluso dormido intentara retener algo que no quiere soltar.
No sé qué somos ahora.
Ni qué seremos después.
Solo sé que cuando lo veo así —sin la armadura, sin las paredes—, entiendo que el Zade que me asustaba y el que ahora me mira con ternura son la misma persona.
Y me duele lo fácil que sería volver a caer.
Esta mañana me desperté con un mensaje suyo:
> “Te dejo café recién hecho encima de el mesón.”
Y ahí estaba: una taza, todavía tibia, y una nota doblada en tres.
> “No sé qué somos, Audrey. Pero me gusta todo lo que estamos siendo.”
Lo leí tres veces antes de guardarla en el cajón.
Y aunque no lo admitiré en voz alta…
Sonreí.