Dos semanas más.
Catorce días.
Catorce cenas, cafés, mensajes y pequeñas excusas para vernos.
Zade dice que no planea nada, que simplemente “pasa por aquí”, pero sé que no es verdad.
Y lo peor es que tampoco me esfuerzo por detenerlo.
Esta noche, sin embargo, se siente diferente.
No hay flores, ni risas improvisadas, ni esa ligereza de los últimos días.
Solo nosotros dos, en un restaurante con luces cálidas y copas de vino que reflejan la inquietud en sus ojos.
—Estás callada —dice, rompiendo el silencio.
—Estoy bien —miento, mientras juego con el borde de mi servilleta.
Él me observa un largo rato. No necesita hablar para hacerme sentir desnuda frente a su mirada.
Siempre ha tenido esa maldita habilidad: hacerme sentir vista.
—No lo estás —susurra al final—. No desde hace meses.
Y entonces lo siento.
Todo el peso de las cosas no dichas cayendo entre nosotros.
—Zade… —empiezo, pero él me interrumpe.
—No me digas que no lo sientes también.
Su voz no es un reproche, es un ruego.
Y eso me desarma.
No respondo.
Solo lo miro.
Sus manos están sobre la mesa, cerca de las mías, sin atreverse a tocarme.
Y aun así, siento el calor de su piel atravesar el espacio entre nosotros.
—Intenté olvidarte, Audrey —admite, con una honestidad que duele—.
Intenté seguir, dejarte ir, pero no pude.
Y cuando lo logré por un segundo… fue peor.
Porque me di cuenta de que no quiero un mundo en el que tú no estés.
El aire parece desaparecer.
Mi corazón golpea tan fuerte que temo que él pueda oírlo.
—No digas eso —murmuro.
—¿Por qué no? —pregunta, inclinándose hacia mí—. ¿Por qué tengo que fingir que no me importas cuando cada cosa que hago, cada paso que doy, tiene que ver contigo?
Sus palabras me desgarran y me calman al mismo tiempo.
Porque son las mismas que yo he querido decir desde hace tanto.
Trago saliva, tratando de no quebrarme.
—Zade… tú me hiciste daño.
Lo dices, y algo en su rostro se rompe.
—Lo sé.
—Me hiciste dudar de todo. De mí, de lo que sentía.
—Lo sé —repite, apenas audible.
Silencio.
De esos que lo dicen todo.
—Y aún así… —respiro hondo, cerrando los ojos por un instante—. No puedo negar lo que siento.
No puedo negar que cuando estás cerca, todo lo que duele… se vuelve soportable.
Zade me mira con esa mezcla de alivio y tormento.
Sus ojos se humedecen, aunque sé que no va a permitir que una lágrima caiga.
—Te juro que esta vez no voy a fallarte —dice con una voz rota—.
No quiero volver a perderte, Audrey.
No después de todo.
Y ahí, por primera vez, dejo que mis dedos busquen los suyos.
No hay promesas, ni certezas.
Solo dos personas que se han hecho pedazos, intentando entender si todavía pueden sostenerse.
Él aprieta mi mano con cuidado, como si temiera que desapareciera.
—¿Y si volvemos a rompernos? —pregunto en un susurro.
—Entonces lo intentamos de nuevo —responde sin dudar—.
Las veces que haga falta.
El mundo se vuelve silencioso.
Solo su voz, su mirada, y la certeza de que ya no hay vuelta atrás.
Él se inclina hacia mí.
No me besa, no todavía.
Pero la distancia entre ambos ya no existe.
Y por primera vez, no tengo miedo.