Inédito

Capítulo 63

No recuerdo en qué momento dejamos el restaurante.
Solo recuerdo su mano rozando la mía al salir, ese contacto leve que parecía una promesa.
Madrid respira distinto esta noche: hay una calma extraña, como si incluso la ciudad entendiera que algo está a punto de cambiar.

Caminamos sin hablar, las luces naranjas reflejándose en los charcos del pavimento.
Zade va a mi lado, y aunque ninguno dice nada, el silencio no es incómodo.
Es… necesario.
Como si nuestras palabras ya hubieran hecho suficiente ruido.

Cuando llegamos al portal de mi edificio, me detengo.
Él también.
Y ahí está: ese momento suspendido en el aire donde uno de los dos tiene que decidir si avanzar o huir.

—Gracias por acompañarme —susurro.

Zade asiente despacio, pero no da un paso atrás.
Solo me mira, con esa forma de mirar que parece desnudarlo todo.

—No quería que esta noche terminara —admite al final.

Sus palabras son simples, pero su voz… su voz tiene ese tono grave, casi vulnerable, que me hace sentir algo en el pecho.

—Yo tampoco —respondo sin pensar.

Él sonríe apenas, y ese pequeño gesto me derrite.
Un segundo después, se inclina un poco más hacia mí, pero no me toca.
Solo deja que la distancia entre ambos se disuelva despacio, hasta que su respiración roza la mía.

Y ahí, entre suspiro y suspiro, todo vuelve.
La tensión. El deseo. El miedo.
Pero también algo más profundo: la paz de saber que, por fin, nos estamos diciendo la verdad.

No me besa esta vez.
Solo apoya su frente contra la mía, y en ese gesto hay más ternura que en cualquier caricia.

—No quiero apresarte —susurra—. Solo quiero quedarme un poco más.

Cierro los ojos.
Mi corazón late tan fuerte que me cuesta hablar.

—Entonces quédate.

Subimos.
El ascensor parece moverse más lento que nunca.
Cuando entramos al apartamento, la penumbra nos envuelve.
No encendemos las luces.
No hace falta.

Nos quedamos junto a la ventana, mirando la ciudad desde arriba.
El reflejo del vidrio nos muestra dos figuras quietas, casi irreales.

Zade rompe el silencio primero.

—No sé si merezco esto.
—No se trata de merecer —respondo, girándome hacia él—. Se trata de sentir.

Él me mira como si acabara de oír algo sagrado.
Y entonces su mano busca la mía, entrelazando nuestros dedos.
Es tan simple.
Tan sincero.
Que por un momento, todo el dolor del pasado parece un recuerdo lejano.

Nos sentamos en el sofá.
Hablamos poco, pero lo suficiente: sobre los últimos meses, sobre la culpa, sobre cómo ninguno logró realmente seguir adelante.
Cada palabra que sale de su boca me muestra a un Zade que casi nunca deja ver: el que duda, el que teme, el que siente demasiado.

En algún punto, me recuesto en su hombro.
Su respiración se calma.
La mía también.

El reloj marca las dos de la madrugada cuando el sueño empieza a arrastrarnos.
Él me cubre con una manta, con ese cuidado torpe de quien no quiere romper algo frágil.

Antes de dormirme, lo escucho susurrar algo, casi inaudible:

—No voy a volver a perderte.

No respondo.
Pero sonrío.
Porque por primera vez, le creo.




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