Despierto antes que ella.
No sé qué hora es.
El cielo aún está gris, y las luces de Madrid se disuelven lentamente entre la neblina.
Por un momento, no entiendo dónde estoy.
Luego la veo.
Audrey.
Dormida a mi lado, con la cabeza apoyada sobre mi brazo, el cabello desordenado cayéndole sobre la mejilla.
Su respiración es tan suave que temo romperla si me muevo.
Y entonces todo vuelve: la cena, las palabras, el silencio que no dolía, el sofá, su risa leve antes de cerrar los ojos.
El hecho de que se quedó.
Conmigo.
No lo merezco.
Pero aquí está.
Paso los dedos con cuidado por su cabello, enredándolos en un mechón rebelde.
Siento la textura, la tibieza.
La vida.
Y me doy cuenta de que hacía mucho no me sentía así… tan presente.
Durante meses intenté mantenerme lejos, construir muros, fingir que no pasaba nada.
Pero anoche esos muros se derrumbaron sin que hiciera falta un beso.
Solo su voz, su mirada, su “quédate”.
Sus labios se mueven apenas, como si soñara.
Y me sorprendo sonriendo.
Dios, la he visto tantas veces: en la oficina, en conferencias, riendo con otros, enojada conmigo.
Pero nunca así.
Nunca tan tranquila.
Me levanto con cuidado para no despertarla.
Camino hacia la ventana.
El amanecer pinta la ciudad de tonos dorados y azules, y por primera vez en mucho tiempo, Madrid me parece hermosa.
Apoyo una mano contra el cristal frío.
La otra aún tiembla un poco.
Anoche le dije que no quería perderla otra vez.
Y lo sigo pensando.
Pero ahora entiendo algo más: no se trata solo de tenerla cerca.
Se trata de no volver a ser el hombre que la hizo dudar de sí misma.
La amo.
Así de simple.
Así de devastador.
Y también sé que si algún día decide irse, tendré que dejarla hacerlo.
Porque amar no siempre significa quedarse.
A veces, significa no ser el obstáculo.
Suspiro.
El sol comienza a filtrarse entre las cortinas, iluminando el sofá donde aún duerme.
La manta se desliza un poco por su hombro, y camino hacia ella para acomodarla.
Sus pestañas se mueven.
Abre los ojos.
Me mira.
Y sonríe.
Solo eso.
Una sonrisa pequeña, dormida, pero suficiente para detenerme por completo.
—Buenos días —susurra.
—Buenos días —respondo, y siento cómo el mundo, por unos segundos, parece tener sentido.
Ella se incorpora un poco, estirando los brazos, y me observa con curiosidad.
—¿Estás bien?
—Sí —respondo. Y esta vez es verdad.
No hay máscaras.
No hay prisa.
Solo nosotros, en medio de una calma que parece frágil pero real.
Y mientras la miro, pienso que quizás esto —ella, yo, la posibilidad de empezar otra vez— es lo más cercano a la felicidad que he estado en toda mi vida.