Han pasado dos meses desde que decidimos intentarlo.
Dos meses desde que dejé de correr, desde que sus silencios dejaron de doler, desde que las palabras entre nosotros ya no se quedaron a medio camino.
Y ahora, cuando despierto, casi siempre lo hago en su penthouse.
No fue algo planeado.
Simplemente ocurrió.
Una noche me quedé porque llovía.
La siguiente, porque Eva preparó lasaña y juró que no podía dejarla enfriar.
Y cuando quise darme cuenta, tenía mi cepillo de dientes en el baño de Zade, mis libros en su mesa de noche y una taza con mi inicial en la cocina.
Eva, la cocinera —esa mujer maravillosa que prácticamente lo crió—, me trata como si fuera su hija.
A veces me mira y sonríe de esa manera que solo las personas sabias pueden hacerlo, como si supiera más de lo que dice.
Hoy, por ejemplo, me ayudó a hornear un pastel pequeño.
De chocolate, con un poco de licor y frutillas.
—Nada demasiado empalagoso, que a él le gusta lo sencillo —me dijo mientras decoraba la parte superior.
Y tenía razón.
Zade no es de grandes celebraciones.
Pero hoy… hoy cumple treinta.
Así que subo las escaleras con el pastel entre las manos, intentando no tropezar.
El penthouse está tranquilo. Solo se escucha el murmullo bajo de la ciudad colándose por las ventanas.
La puerta del dormitorio está entreabierta.
Él sigue dormido, boca abajo, con una mano bajo la almohada y el cabello ligeramente despeinado.
El sol apenas entra, dibujando sombras suaves sobre su espalda desnuda.
Me apoyo en el marco de la puerta un momento.
No sé por qué, pero todavía me asombra verlo así.
Tan real. Tan mío.
Camino en puntillas hasta la cama y dejo el pastel en la mesa de noche.
Luego, con voz baja pero sonriente, murmuro:
—Feliz cumpleaños, señor Morgan.
Él apenas se mueve, pero un leve sonido de protesta escapa de su garganta.
Sonrío.
—Vamos, ya es hora de que despiertes. Treinta años no se cumplen todos los días.
Abre los ojos despacio.
Su mirada es ese gris profundo que parece saber demasiado.
—¿Treinta, eh? —dice con voz ronca, somnolienta.
Asiento, divertida.
—Sí. Ya estás viejo, Zade. Muy viejo para tener como novia a una jovencita recatada como yo. Dicen que eso es de mal gusto, ¿no crees?
Él arquea una ceja, y su expresión cambia.
Se incorpora un poco, con esa calma peligrosa que me desarma.
—¿De mal gusto? —pregunta, fingiendo gravedad.
Yo asiento, conteniendo la risa.
—Totalmente. Una atrocidad social.
Zade me mira fijo.
Su voz se vuelve más baja, más firme.
—Creo que estás siendo una grosera, señorita Morrison.
—¿Ah, sí? —pregunto, entre risas, mientras él se acerca.
—Sí —dice, y su mirada baja a mis labios—. Y eso debería tener consecuencias.
—¿Consecuencias? —repito, fingiendo inocencia, aunque ya sé lo que viene.
Él no responde.
Solo sonríe, apenas, y me toma del mentón.
Su pulgar roza mi labio inferior antes de inclinarse.
El beso llega despacio, como si no quisiera romper el momento.
Su boca se siente tibia, segura, con ese sabor leve a madrugada.
Cuando estoy a punto de sonreír contra sus labios, Zade se aparta apenas, lo suficiente para morderme el labio inferior con suavidad.
—Eso —susurra, su voz grave—. Por burlarte de mí.
Me río, sin poder evitarlo.
—Si así castigas las bromas, entonces pienso seguir haciéndolas.
Él niega despacio, pero sus ojos dicen otra cosa.
—Entonces tendré que ser más severo contigo.
Su tono es mitad amenaza, mitad promesa.
Y mientras vuelve a besarme, con el pastel olvidado sobre la mesa y el sol bañando la habitación, pienso que no hay regalo más perfecto que este:
verlo reír, verlo libre, verlo feliz.
Mi viejo de treinta años.
Mi imposible que, de alguna manera, terminó siendo mío.
—★‹🌊·🍷›★—
El silencio que queda después del beso es distinto.
No es el silencio cómodo de las mañanas compartidas ni el pausado de las madrugadas tranquilas.
Es uno que arde, que tiembla, que parece contener algo que ninguno de los dos se atreve a soltar del todo.
Zade sigue frente a mí, los ojos entrecerrados, el cabello algo despeinado por haber dormido, y esa mirada suya… Dios, esa mirada que me desarma cada vez.
—No deberías decir que soy viejo —murmura con la voz grave, ronca aún del sueño—. No sabes lo que puede provocarme eso.
Su tono no tiene rastro de enojo. Solo fuego.
Y mi cuerpo lo siente antes que mi mente.
Cada palabra suya se me adhiere a la piel, lenta, cálida.
No digo nada. Solo lo miro.
Él da un paso, apenas uno, y el aire se vuelve denso, como si todo a nuestro alrededor desapareciera.
Sus dedos se deslizan por mi mejilla, bajan hasta mi cuello y se detienen en mi clavícula.
Su respiración se mezcla con la mía.
El pastel aún está sobre la bandeja, olvidado, mientras el resto del mundo se difumina.
No hay prisa.
No hay ruido.
Solo el sonido entrecortado de nuestras respiraciones.
—Audrey… —susurra, casi como si le doliera decir mi nombre—. No tienes idea de lo que me haces.
Y entonces lo entiendo: esa es su rendición y la mía también.
Mi cuerpo se mueve por instinto, acercándose a él, buscando ese calor que solo él provoca.
Sus labios rozan los míos, suaves al principio, temerosos, y después…
Todo se rompe.
El beso se vuelve más profundo, urgente, cargado de todo lo que no dijimos.
Mis manos se aferran a su cuello, las suyas recorren mi espalda, mi cintura.
Siento su respiración contra mi piel, su voz entrecortada entre suspiros.
El tiempo deja de existir.
Solo quedan los latidos, el roce, el temblor.
Cierro los ojos y me dejo llevar, sintiendo cada pequeño movimiento, cada exhalación, cada palabra que no llega a pronunciarse.