El silencio que queda después no es incómodo.
Es tibio, pesado, lleno de respiraciones lentas y piel aún temblorosa.
Zade tiene una mano apoyada en mi cintura, los dedos dibujando líneas perezosas sobre mi piel, como si no quisiera olvidar ni un segundo de lo que acaba de pasar.
—Debería levantarme —murmuro, con la voz todavía entrecortada.
—No te lo recomiendo —responde él, con una sonrisa apenas curvada—. Tus piernas no parecen estar de acuerdo.
Le lanzo una mirada por encima del hombro, medio indignada, medio divertida.
—Eres un idiota.
—Y tú una exagerada. —Su tono es tan tranquilo que casi me hace reír.
Se incorpora, pasa un brazo por mi espalda y me atrae hacia él con esa facilidad irritante que siempre tiene.
—Ven, antes de que decidas quedarte aquí fingiendo que no puedes moverte.
—¿Y a dónde se supone que vamos? —pregunto, aunque ya sé la respuesta.
—A la ducha. —Susurra en mi oído, y un escalofrío me recorre de inmediato.
Termino dejando que me lleve, sin pelear demasiado.
El agua cae tibia, envolviéndonos.
El vapor se mezcla con el aire, y durante unos segundos solo se escuchan nuestras risas suaves, el sonido del agua golpeando el piso y el eco de su voz cuando dice mi nombre.
Zade me mira como si el mundo se detuviera en ese instante.
No hay prisa en su mirada. Solo calma.
Me acaricia el rostro, apartando un mechón húmedo de mi mejilla, y sus labios rozan mi frente con una ternura que me desarma más que cualquier palabra.
—Si esto es envejecer, creo que puedo acostumbrarme —dice, sonriendo.
—Claro, señor Morgan —respondo con sarcasmo—. Ya casi necesitas una silla de ruedas.
—Y tú un poco de respeto. —Sus dedos aprietan suavemente mi cintura, haciéndome reír.
Sus ojos se oscurecen de nuevo, pero esta vez hay una risa contenida detrás.
Me río, sin poder evitarlo.
Zade me besa una vez más, despacio, con esa mezcla de dulzura y deseo que me deja sin aliento.
Y cuando se separa, aún con la frente apoyada en la mía, dice:
—Por si acaso lo olvidas, este ha sido el mejor cumpleaños de mi vida.
—No te acostumbres —le digo en tono burlón, aunque sonrío.
—Demasiado tarde.
El vapor lo envuelve todo, y entre las risas y los murmullos, pienso que quizá no hay lugar más seguro que ese: entre sus brazos, con el agua cayendo y el mundo afuera sin importancia.
Zade agarra el jabón y empieza masajerame las espalda.
Es relajante y reconfortante.
Luego agarra el shampoo y me los pone en la raíz del pelo masajeando mi cuero cabelludo.
Es muy tierno.
—★‹🎬🍿›★—
La ducha terminó entre risas, besos que no llevaban a nada (por suerte, porque ya no me quedaban fuerzas) y un par de bromas sobre lo mucho que Zade necesitaba “su descanso de anciano de treinta años”.
Después de vestirnos, me miro en el espejo y sonrío.
Llevo un pantalón de sudadera gris claro y una camiseta negra de tirantes. El cabello húmedo cae desordenado sobre mis hombros, y aunque intento fingir que no me importa, me gusta cómo se ve.
Zade, por su parte, parece sacado de una campaña de ropa deportiva.
Un pantalón negro de chándal, una camiseta ajustada del mismo color que se pega a su torso y resalta sus bíceps de una forma… injusta.
—¿Te vas a poner eso para ir al supermercado o planeas arruinarle la autoestima a medio Madrid? —pregunto, alzando una ceja.
Él solo sonríe, acercándose con descaro.
—No sabía que ibas a ponerte celosa tan temprano.
—No lo estoy. Solo me da pena por los demás.
Él ríe, ese sonido bajo y tranquilo que siempre me desarma.
—Vamos, pequeña crítica de moda. Tenemos una misión importante.
—¿Y cuál sería?
—Abastecer el penthouse para una noche de películas épica.
...
El supermercado está tranquilo, lleno de gente distraída, carritos que chocan y canciones pop de fondo.
Zade empuja el carrito mientras yo reviso las góndolas como si de verdad supiera lo que hago.
—Pizza congelada o fresca —pregunta él, sosteniendo ambas opciones.
—Congelada. Es más auténtico si es basura industrial.
—Vaya estándar de calidad, señorita periodista.
—No todos podemos darnos el lujo de un chef privado.
Él finge indignación.
—Eva se va a ofender si te escucha decir eso.
—Eva me ama. Ella lo entenderá.
Terminamos comprando tres pizzas, dos bolsas de papas, galletas, gaseosa y algo de helado.
Cuando llegamos a la caja, Zade insiste en pagar todo, y yo ruedo los ojos.
—No me dejas ni comprar unas galletas.
—Considéralo mi regalo de cumpleaños para mí mismo: verte protestar por algo que ya decidí.
—Eres insoportable.
—Y tú encantadora cuando te quejas.
...
De regreso al penthouse, el cielo empieza a teñirse de naranja.
Mientras él acomoda las bolsas, yo pongo música suave y enciendo un par de velas pequeñas que Eva había dejado sobre la mesa.
—No sabía que los multimillonarios también compraban gaseosa de marca barata —digo, abriendo una botella.
—Los multimillonarios inteligentes lo hacemos todo con estilo —responde él, sentándose en el sofá—. Y hoy, mi estilo es ver películas contigo.
—¿Qué película escogemos?
—La que tú quieras. Es mi cumpleaños, pero tú mandas.
—Así no funciona eso —respondo riendo—. Se supone que tú decides.
—Ya lo hice —dice con esa mirada que me deja sin aire—. Decidí que te quiero aquí.
No sé qué contestar.
Así que solo sonrío, tomo una de las pizzas y finjo estar muy concentrada en el horno.
Pero siento su mirada sobre mí. Cálida. Persistente.
Y por primera vez en mucho tiempo, todo se siente… sencillo.
Solo nosotros. Una noche cualquiera.
Y sin embargo, perfecta.
El olor a pizza llena el penthouse, mezclado con el perfume de las velas y la risa de Zade.
En la mesa del salón hay un desastre glorioso: cajas abiertas, botellas de gaseosa, papas fritas que sobreviven milagrosamente entre nuestras manos.