El día siguiente empieza con el sonido de una maleta deslizándose por el suelo.
Zade se está vistiendo con prisa —camisa blanca, reloj ajustado, mirada concentrada— y yo apenas logro procesar la noticia.
—¿Tres días? —repito, con el cepillo de dientes aún en la mano.
—Tres —confirma él, abrochándose el cinturón—. Reuniones en Londres. Me avisaron anoche, de sorpresa.
Deja un beso rápido en mi frente.
—No te preocupes. Regresaré antes de que notes mi ausencia.
—Eso dices siempre —murmuro, rodando los ojos.
Zade sonríe con ese gesto que me desarma y al mismo tiempo me da ganas de pellizcarlo.
—Prometo llamarte todas las noches.
—Más te vale —respondo, cruzándome de brazos, fingiendo enojo.
Antes de salir, se gira una última vez.
—No destruyas nada mientras no esté.
—¿Yo? Jamás.
Miente quien diga que no sonreí diabólicamente justo después de que la puerta se cerró.
...
Primer día.
El penthouse se siente… demasiado silencioso.
Demasiado gris.
Demasiado Zade.
Así que tomo cartas en el asunto.
Empiezo por la habitación: cambio esas frías sábanas blancas por unas rosadas con textura de nube, coloco una manta de lana a los pies de la cama y un par de cojines con flores.
El resultado: parece una mezcla entre catálogo de Pinterest y habitación de princesa rebelde.
Después paso a la cocina.
Pongo una guirnalda de luces en forma de estrella sobre la barra.
Las prendo y todo se baña de un brillo cálido, como si la noche misma decidiera quedarse a vivir allí.
Eva, la cocinera, me observa desde la puerta con las manos en la cintura.
—Zade va a tener un infarto.
—Pues que le dé uno bonito, al menos —respondo sonriendo.
...
Segundo día.
Voy al centro comercial.
Compro cojines nuevos para el sofá: rosas, floreados, y uno con forma de corazón (porque sí, se lo merece).
También unas tiras LED para el televisor.
Cuando las instalo y enciendo, la luz cambia según la escena de la pantalla: azul en una película de acción, dorada en un atardecer, violeta en una romántica.
Me quedo embobada mirando.
En algún momento, me doy cuenta de que estoy sonriendo sola.
Zade me llamará esta noche, pienso, y seguro me dirá “¿qué has hecho hoy, Morrison?” con ese tono entre divertido y sospechoso.
Le diré “nada importante”. Y será verdad, aunque secretamente esté rediseñando su casa.
...
Tercer día.
Le doy los toques finales.
Unas flores frescas en el comedor.
Velas con aroma a vainilla.
Y, en la esquina del sofá, una manta suave que invita a quedarse dormido.
Por la tarde, me siento en medio del salón, miro todo a mi alrededor y suspiro.
El penthouse parece otro lugar.
Más cálido. Más vivo. Más… nosotros.
Y justo cuando pienso eso, me atrapa un pensamiento que me hace sonreír con melancolía:
Quizá, sin querer, estoy haciendo de este lugar un hogar.
—★‹✈️🪩›★—
Zade.
El viaje fue un caos.
Tres días llenos de reuniones, firmas de contratos y llamadas incesantes.
Dormí poco, comí peor, y todo lo que podía pensar entre informes era en ella.
Audrey.
Con su risa, su torpeza encantadora, su forma de llenar de ruido el silencio que antes me gustaba.
Llamé cada noche, como prometí.
A veces para hablar veinte minutos, a veces solo para oír su voz decirme “buenas noches, Morgan”.
Y cada vez que colgaba, la sensación era la misma: como si me faltara el aire.
El avión aterriza al atardecer.
Francis me espera en el aeropuerto.
No hay tráfico.
Subo directo al ascensor del edificio, cansado, pero expectante.
Cuando la puerta del penthouse se abre… me congelo.
Luces rosadas titilan desde la cocina.
El televisor brilla en colores cambiantes como una discoteca elegante.
El sofá está cubierto de cojines florales.
Y mi cama… mi cama ahora parece el set de una comedia romántica adolescente.
Camino lento, en shock.
Las luces en forma de estrella cuelgan sobre la encimera, parpadeando dulcemente.
Huele a vainilla.
Y al fondo, en la cocina, Audrey tararea algo mientras acomoda flores en un jarrón.
Se gira al oír mis pasos.
—¡Oh! Has vuelto antes de lo que esperaba.
No puedo hablar.
Solo la miro, con las manos en los bolsillos y la incredulidad tatuada en la cara.
Ella sonríe, inocente.
—¿Qué opinas?
Trago saliva.
—Opino que… —miro alrededor lentamente, de arriba abajo, incrédulo— Hiciste lo que se te dió la gana.
Su risa inunda el aire.
Y por primera vez en tres días, me doy cuenta de que sí, lo hizo.
Pero también de que, por alguna razón, no me importa.
Me cruzo de brazos mientras la observo reír, como si acabara de confesar un crimen adorable.
—Bueno… —dice ella, encogiéndose de hombros—. Dijiste que no destruyera nada. No destruí. Solo… mejoré.
Alzo una ceja, caminando lentamente hacia la sala.
—¿“Mejoraste”? Parece que Barbie y Pinterest tuvieron un hijo y decidieron vivir aquí.
Ella suelta una carcajada y se apoya en la encimera.
—No exageres, Zade. Solo le hacía falta un poco de color.
—Audrey —miro las luces en forma de estrella, luego el sofá con los cojines rosados, y finalmente la manta con pompones—, esto ya no es un penthouse… es un episodio de La casa de los sueños.
—Entonces debería agradecerme —dice ella, sonriendo con descaro—. Le di vida a tu museo minimalista.
Camino hacia ella despacio, hasta quedar a solo unos centímetros.
—Mi museo minimalista tenía orden, paz… silencio.
—Aburrimiento —me interrumpe, con una sonrisa triunfante.
—Esa es la palabra que querías usar, ¿verdad?
—Exacto.